Haciendo amigos

Niños estalinistas

«Una vez que se activa el mecanismo del linchamiento, una vez que liberamos la hojilla de la guillotina, esto ya no se puede interrumpir»

Rodrigo Blanco Calderón

Rodrigo Blanco Calderón

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La semana pasada, el linchamiento de turno en las redes sociales estuvo auspiciado por escritores. Aunque aquí el genérico masculino sí invisibiliza, pues se trató en realidad de escritoras contra un escritor. ¿La razón? Pues que un escritor habría incurrido en una variante de ese crimen no contemplado en ningún código penal que hoy llaman ' mansplaining '. Un concepto inspirado por un ensayo que Rebecca Solnit escribió a partir de una experiencia personal y que hoy circula como moneda corriente cual hecho científico incontestable: son los hombres quienes interrumpen a las mujeres y, además, les explican cosas. Cualquier ejemplo contrario sería una excepción a esta regla. Una excepción justificada, justiciera y reivindicativa, por supuesto.

El escritor en cuestión interrumpió a una escritora en un debate literario en el que en un momento dado se abordó un tema relacionado con el patriarcado . Interrupción que sería la demostración 'in situ' de lo denunciado por la escritora y lo matizado por el escritor. Al menos eso fue lo que entendí por el minuto y medio de duración del video que la escritora interrumpida subió a su cuenta de Twitter como prueba de cargo sobre el crimen cometido. Como suele suceder, las respuestas enfurecidas contra el escritor no se hicieron esperar. Y pronto vino el testimonio de otra escritora que habría sufrido por parte de ese mismo escritor un trato similar, con lo que ya el expediente comenzaba a adquirir un grosor de prontuario.

Muchas cosas llaman la atención de este caso. Lo primero es lo habitual que es. Por eso me abstengo de nombrar a los implicados, aunque en el mundillo literario todos saben quiénes son, porque la semana que viene serán otros los protagonistas. El mecanismo, sin embargo, siempre es el mismo. Yo, escritor, sufro un maltrato y, en lugar de discutirlo en persona con el agraviante o de transformarlo en un artículo o, incluso, un libro (así surgió el de Solnit que, estoy seguro, muy pocas personas que usan a diestra y siniestra el término mansplaining han leído: la propia autora no se muestra muy convencida del uso del término), mi primera reacción es acudir a Twitter para exponer al maltratador al juicio popular de las redes sociales y que el pueblo decida.

Lo segundo, que se desprende de lo anterior, es el perverso proceso de infantilización que estamos viviendo. Alguien me maltrata (hablo, insisto, de maltratos, de eso que hoy llaman «microagresiones») y en lugar de manejar la situación como un adulto mi reacción es convertirme en la Popis, ese personaje de 'El Chavo del 8', y acusar al malvado de turno con Papá Twitter. A veces ni siquiera se trata de un maltrato, sino de alguien que expresa una opinión (casi siempre política) distinta a la mía. La primera persona no es retórica. Yo mismo he participado, y no pocas veces, de esta dinámica perversa que nos infantiliza y nos vuelve crueles. Nos hemos vueltos niños, sí, pero niños estalinistas : esos que son capaces de delatar hasta a los propios padres solo para congraciarse con el Gran Hermano de las redes sociales.

Las personas agraviadas que buscan justicia en las redes pueden argumentar, en especial si son escritores, que con expresar de manera educada su reclamo basta para lavarse las manos de cualquier cargo de conciencia. Como si un mensaje dependiera solo de lo que verbalmente expresa y no influyeran cosas tan importantes como, por ejemplo, el medio donde se expresa. Y quien expone a otra persona públicamente en las redes sabe que está invocando el ajusticiamiento 2.0 que, por ser virtual, no es menos dañino. No hay inocencia en ese acto.

Estas cosas no las he aprendido porque yo sea mejor persona que las demás. Insisto, yo, en esa nebulosa de lo consciente y lo inconsciente, he participado de lo que estoy ahora criticando. Pero una creciente sensación de asco contra mí mismo, de rechazo hacia ese ser en que me convertía cuando entraba en las redes sociales, me llevó a leer una serie de libros que me ayudaron a entender lo que me estaba pasando. Y así leí 'El enemigo conoce el sistema', de Marta Peirano , 'Arden las redes', de Juan Soto Ivars , 'Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato', de Jaron Lanier , entre otros, y empecé a comprender cosas cruciales.

Mi aprendizaje se completó de manera trágica. Uno de mis mejores amigos, que se vio envuelto en un escándalo este sí muy grave, que implicaba la posibilidad demostrable de un abuso sexual de su parte, se lanzó del noveno piso de un edificio. Nadie sabe qué complejidades de su personalidad lo llevaron a hacer lo que hizo, pero sin duda el linchamiento al que fue sometido en las redes durante tres días jugó su papel. Esos tres días me tocó ver horrorizado cómo personas que hasta el día anterior se declaraban sus amigos ahora lo degradaban a la de mero «conocido», cuando no lo insultaban abiertamente y pedían su cabeza. Otras escritoras se afanaron en confeccionar listas de colegas hombres que, sospechosamente, no habían lanzado su respectiva piedra sobre el cadáver del sentenciado.

Vinieron un par de meses de relativo silencio, donde los inquisidores de mi amigo se veían unos a otros con un terror báquico en los ojos, como preguntándose qué demonio los había poseído. Pasado este tiempo, fue espeluznante observar cómo el hábito de juzgar, insultar y acosar en las redes sociales volvía por su cauce. Esos mismos escritores indignados que habían participado tan activamente en el linchamiento de otro, volvían a lanzar sus dardos contra otros objetivos. Todo revestido siempre, eso sí, de alguna razón humanitaria que justificara el desmadre.

Si esto sucede con los escritores, quienes se supone que deberían tener una particular conciencia del lenguaje, del daño que las palabras pueden ocasionar, ¿qué se puede esperar que pase con el resto de la sociedad?

Que alguien, amparado en los privilegios de su condición, me interrumpa o me quite la palabra en un acto público, es sin duda una agresión que no se debe tolerar. Una agresión que, en primer lugar, yo como agraviado no debo tolerar. Si por fortuna soy un escritor adulto quiere decir que, a diferencia del 99 % del común de la gente, voy a contar con las herramientas y los medios mínimos necesarios para saber defenderme. El problema de usar las redes sociales para este tipo de reivindicaciones es que, una vez que se activa el mecanismo del linchamiento, una vez que liberamos la hojilla de la guillotina, esto ya no se puede interrumpir.

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