El verano ya no es lo que era

Aquellas chicas de la minifalda

Admirábamos y deseábamos secretamente a las mujeres que se atrevían a escandalizar a la España hipócrita

Dos jóvenes posan en la calle Juan Bravo de Madrid a principios de los ochenta ABC
Pedro García Cuartango

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A mediados de los 60, vivíamos en un país triste, de luto, con ancianas que vestían de negro y musitaban el rosario al atardecer. «Familia que reza unida, permanece unida», según insistía aquel padre Peyton que parecía más un galán de Hollywood que un cura preconciliar, de los que iban en burro por los caminos —como en la novela de Graham Greene— para predicar la palabra de Dios.

Mientras España sufría aquella epidemia de oscurantismo, empezaban a penetrar por las grietas de la censura franquista algunas imágenes perturbadoras como las de los hippies fumando marihuana en California, las largas melenas de los Beatles o la estética iconoclasta del art pop de Warhol .

El régimen del yugo y las flechas podía combatir las ideas, pero no los símbolos. Y eso es lo que sucedió cuando en 1966 la modista inglesa Mary Quant inventó la minifalda, una prenda que provocó el escándalo de quienes todavía creían que la mujer española solo podía mostrar en público sus tobillos.

«No me gusta que a los toros te pongas la minifalda. La gente mira para arriba porque quiere ver tu cara y tus rodillas», cantaba Manolo Escobar , símbolo de la reciedumbre del macho hispánico y de los valores eternos de la raza.

En aquel país, el bikini no había llegado todavía a nuestras piscinas, aunque muchos españoles habían disfrutado de sus bondades gracias a una foto de Brigitte Bardot en la playa de Cannes que conmovió a media España y también, a la otra. Pocos años después, tuve la ocasión de ver a la actriz francesa en el paseo del Espolón de Burgos cuando estaba rodando «Las petroleras». Todavía no sé si aquello fue un sueño.

Bardot llevaba sus gafas sobre el pelo y vestía una elegante chaqueta blanca, pero no iba con minifalda. Muchas chicas que la pedían autógrafos sí que se habían puesto esa prenda que provocaba la perplejidad en un sector de la sociedad que la consideraba pecado mortal. Incluso no faltaron voces de quienes pidieron su prohibición, pero lo único contra lo que el general Franco no podía luchar era precisamente contra el tiempo.

La foto que acompaña estas líneas está tomada a comienzos de los años 80 en la calle Juan Bravo de Madrid, cuánto todavía circulaban los Seat 600. El dictador había muerto y la minifalda se había normalizado. Nadie se acordaba ya de que, diez años antes, el cura de un pueblo de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, había expulsado del templo a unas chicas que la llevaban.

No he olvidado los comentarios maliciosos contra las mujeres que enseñaban los muslos en Briviesca, el pueblo de mi madre, donde un grupo de veinteañeras subía al depósito de agua en las tardes de verano para escuchar las canciones de Adamo y fumar aquel tabaco rubio americano que tanto glamour tenía en la época. Aquellas chicas iban en minifalda.

El tiempo transcurría con una lentitud exasperante porque lo único que podíamos hacer en vacaciones era jugar al fútbol, pescar cangrejos y pasear por el parque. Admirábamos y deseábamos secretamente a aquellas mujeres que se atrevían a escandalizar a la España hipócrita y biempensante que predicaba que el sexo era pecado y que la moral se medía por la longitud de la falda.

Éramos unos incautos, pero la felicidad residía entonces en soñar con lo inalcanzable. Tal vez eso nos generó la ilusión de que las cosas podían cambiar en este país, como así fue cuando ya éramos adultos, lo que no es óbice para que la nostalgia nos encoja el corazón al rememorar el desparpajo de aquellas chicas que se atrevían a mostrar sus piernas.

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