HOTEL DEL UNIVERSO

CUÁNTO ME GUSTA

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Desde que existen las redes sociales soy otro: más global, más universal, más social. Incluso más sociable. Más divertido; sobre todo, más divertido, como deberían ser todas las cosas: los restaurantes, las ortodoncias, los paisajes nevados, el periodismo de investigación. Hay que divertirse. Creo que, antes, el exceso de literatura centroeuropea –tan perniciosa, tan propensa al onanismo mental, tan ensimismada– había hecho de mi divertida individualidad un producto humano plomizo, muy dado a los juicios categóricos acerca de la realidad (o de eso que la gente que no lee a los centroeuropeos cree que es la realidad, aunque sólo sea una representación sensitiva. No sé si me explico). Yo iba por el mundo en plan Kant, ya sabéis. Iba modo Schopenhauer.

Antes, yo, despertaba del sueño y me ponía analítico a piori y a posteriori. Veía una hormiga, pongamos por caso, arrastrando una miga de pan duro y me decía, con el dedo índice apoyado en mi sien: Mira, la voluntad, la lucha por la vida. Ahí está «la cosa en sí». Y después de emitir mi análisis no descansaba, sino que iba más allá. Me tropezaba por la calle con una pareja de pijos guapos, por ejemplo (ella monísima, muy delicada, muy elegante, y él muy cachas, muy viril), y se me disparaba sin quererlo la alta especulación filosófica. Él método me susurraba al oído: A esa pareja no la ha reunido el amor, sino el «genio de la especie», que empuja a los ejemplares animales a engendrar en los cuerpos más aptos. La clarividencia opera así, cuando se le ha cogido el tranquillo. Mi vida anterior a Internet era placentera, y muy interesante desde el punto de vista intelectual, pero resultaba agotadora. Yo era un tipo de permanente guardia epistemológica. Como un ordenador sin botón de apagado, procesando miles de millones de informaciones que el mundo me tecleaba. Por no hablar de lo que significaba estar al tanto de la bibliografía. Me gastaba un pastón.

Ahora, las redes sociales han vuelto mi vida más esencial: sobre todo Facebook. También Twitter, pero no tanto. Las redes han otorgado a mi persona una pátina zen, y me hacen ir al grano de los problemas. Además, tengo muchos amigos, más de cinco mil. El sistema no me deja tener más, pero es por mi bien, para que sepa valorar la amistad, que no es un bien infinito. Los amigos se pueden contar con los dedos de una mano: cuentas cinco, y vuelves a empezar. Así mil veces. Fácil.

Pero la verdadera revolución estriba en la posibilidad de decir «Me gusta» o no decirlo. Sin matices, sin peros, con un par. Me gusta. O me callo. El instinto obra así. La intuición obra así. La voluntad de poder obra así. Ahora me despierto y pongo un me gusta en el hecho de despertarme. Pego la primera medada del día, y otro. Desayuno y otro. Y así hasta que cierro los ojos y me pongo a soñar cosas que me gustan también. En mi mundo antiguo, habría llamado a esto una «ruptura óntica». Súper divertido.

No sabéis cuánto me gusta todo. Cuánto me gusto. Cuánto me gustáis.

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