La enfermedad de Urbach-Wiethe: las personas que no conocen el miedo

Una lesión en la amígdala cerebral provoca que nuestro cerebro pierda el control de las emociones que nos ayudan a gestionar el miedo

Una escena de la aterradora película «Psicosis», de Alfred Hitchcock Archivo

Pedro Gargantilla

¿Quién no ha sentido alguna vez desasosiego, malestar, sensación de pérdida de control, inseguridad, aprensión…? Eso que denominamos miedo. Todos, o casi todos, lo hemos sufrido alguna vez en nuestra vida y no es una sensación gratuita, ya que cumple una función primordial, salvaguardar nuestra supervivencia.

El miedo es una de las emociones primarias, su codificación se remonta filogenéticamente hasta los orígenes de la humanidad y aparece, sin excepción, en todos los mamíferos.

Cuando Abraham Maslow diseñó su famosa pirámide de las necesidades, con sus cinco niveles, en la base de la misma y después de las fisiológicas –hambre, sed- situó la sensación de confort.

Si las necesidades fisiológicas están cubiertas el ser humano busca la seguridad y la protección, que el mundo sea lo más predecible posible y que nuestros peores temores no lleguen a cumplirse.

Base anatómica del miedo

El centro anatómico del miedo es la amígdala cerebral , un núcleo neurológico que forma parte del sistema límbico y que se encarga de diseñar patrones de respuestas emocionales para hacer frente a los peligros. Su respuesta es prácticamente inmediata, poco discriminativa y efímera.

A continuación, gracias a las interconexiones neuronales, la información viaja hasta la corteza cerebral, que será la encargada de cuantificar el peligro y darle su justo valor. Si no fuera por este filtro cognitivo nos pasaríamos el día atemorizados por situaciones baladíes.

Se podría decir que la necesidad de la seguridad y el confort nace en la amígdala pero que las decisiones finales se toman en la corteza cerebral, en donde se prioriza o se rechaza la necesidad de protección.

Tras cumplir su función el miedo se arrincona rápidamente en los recovecos más profundos de nuestro cerebro. ¿Dónde quedaron los temores al hombre del saco o a cruzar una calle transitada por infinidad de coches? Aquellas aprensiones tenían su finalidad y una vez superada se desvanecieron para siempre.

«Juan sin miedo»

Existe una extraña dolencia denominada mal de Urbach-Wiethe –también conocida como lipoidoproteinosis - en la que se produce una destrucción completa de la amígdala –se endurece y se encoge-, provocando que las personas que la padecen no experimenten ningún sentimiento parecido al miedo.

No deja de ser sorprendente que la lesión bilateral de la amígdala afecte en exclusividad a las señales relacionadas con el miedo, respetando el resto de la paleta emocional. De esta forma, los pacientes con el mal de Urbach-Wiethe son capaces de experimentar la alegría, el amor, el entusiasmo, el odio…

Su base es genética, se debe a una mutación en algunos genes del cromosoma 1 y su conocimiento es relativamente reciente (la primera descripción se remonta al año 1929).

Afortunadamente, se trata de una enfermedad que padece un grupo muy reducido de personas en todo el mundo.

Un paciente con esta patología es el protagonista de «Juan sin miedo», el célebre cuento de los hermanos Grimm, un personaje incapaz de amedrentarse por ogros, brujas, fantasmas o castillos encantados. La envidia de muchos de los lectores infantiles que se acercan a sus páginas.

Al final del cuento, y aquí los autores se tomaron una licencia literaria, Juan fue capaz de curarse de su dolencia, lo hizo en el preciso instante en el que su mujer le arrojó una jarra de agua mientras dormía.

Para finalizar, nos quedamos con una sentencia de Alonso Ercilla, un poeta del renacimiento, que afirmó que el miedo es «natural en el prudente y el vencerlo es lo valiente».

Pedro Gargantilla es médico internista del Hospital de El Escorial (Madrid) y autor de varios libros de divulgación.

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