CRÍTICA

Poco interés en el Lorca utópico VIRGINIA MONTERO

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El público parece dar la espalda a la apuesta que el Centro Andaluz de Teatro al Villamarta ha programado en Chiclana, Jerez y San Roque. Se trata de la obra Federico, un drama social, y en la noche del jueves, al menos, apenas reunió a una veintena de personas en el patio de butacas del Teatro Villamarta. Con un principio prometedor, la obra provocó más de un bostezo entre los escasos asistentes. Desde el arranque, el simbolismo propio de Francisco Ortuño marca el recorrido que hace la obra por la vida y el teatro. La muerte, que como dice uno de los personajes, es uno de los ejes de la obra: se habla de la muerte al principio de la interpretación, en el desarrollo y al final.

La obra se nutre de dos piezas del teatro utópico del autor granadino El público y Comedia sin título, aunque también se incluyen fragmentos de otras obras incluidos sus poemas de corte social. Retazos de La casa de Bernarda Alba y escenas de una Julieta que sale del ataúd de cristal, como una prolongación del drama de William Shakespeare, Romeo y Julieta.

El inicio de la obra no podía ser más prometedor: el escenario se amplió fuera de sus límites convencionales y llegó al patio de butacas y a las plateas. Los actores intentaron implicar al público todo lo posible en el desarrollo de la obra aunque resta saber si lo consiguieron.

Dos de ellos comenzaron su interpretación entre los asistentes, aunque claro está, el recurso quedó algo deslucido debido al poco público presente. El montaje de la obra tenía los elementos básicos de Lorca: la mitología andaluza materializada en la luna, la muerte, el juego de luces y las coreografías trepidantes. Dice el propio Ortuño que «Federico es un quejío cívico interrumpido por la misma fuerza que acabó con la vida del poeta de Fuente Vaqueros. Es un ejemplo de acción política, de hombre llamado a la militancia, dividido entre los impulsos del cuidado individual y los que le reclamaba la solidaridad».

Federico está interpretado por el actor Juan Ribó, que sabe imprimir carácter al personaje, sabe transmitir sus dudas y delirios, las inquietudes vitales que marcaron toda su vida hasta que un disparo en el barranco de Víznar acabó con ella. En el aspecto técnico, hubo demasiados movimientos, que desorientaban al espectador.

La escenografía resultó algo compleja. Los decorados eran simples pero se alternaban constantemente. Cambios de bastidor, telas y cortinajes que a veces, incluso ralentizaban el ritmo dramático. También, cómo no, apareció el juego de las sombras chinescas.

Pero todas esas herramientas no sirvieron para conectar. Toses, bostezos y muchos movimientos en los sillones, además de algunos cuchicheos, y eso que eran pocos los presentes. Daba la sensación de que más de uno miraba el reloj varias veces antes de que se cumpliera la hora y cuarto de duración de la obra.

Ni los momentos álgidos, como el del asesinato del anarquista, en el que el verdugo estaba en el escenario y el reo encaramado en una de las plateas redondearon un conjunto de difícil asimilación, con aristas como los diálogos, entre hablados y cantados, que se repitieron en más de una ocasión.

El final tenía que ser la muerte, escenificada en la llegada de los aviones y los bombardeos. Es una apuesta ambiciosa del CAT que, al menos en Jerez,no ha despertado el interés que se le podría suponer.