Doñana cumple 50 años

La memoria del Coto que se hizo parque sigue viva en la marisma

Los últimos habitantes de Doñana cuentan a ABC cómo era la vida en el espacio natural más importante de Europa antes de que llegaran los científicos

Los flamencos llegan cada año a las marismas de Doñana ABC

M. A. Jiménez / Mireia Humanes

Regresamos desde Sanlúcar de Barrameda a contrarreloj para evitar que la noche nos alcance antes de llegar a Matalascañas. A la ida no encontramos a un alma, pero la vuelta nos depara un encuentro angustioso. Un ciclista nos hace señales desde la orilla. Está exhausto y no es capaz de continuar . Le quedan al menos 10 kilómetros para llegar al núcleo costero almonteño. Llevamos el coche completo –media familia se ha apuntado a una excursión que sonaba mejor en nuestra imaginación–, y él se niega a dejar la bicicleta para acompañarnos, así que le indicamos que espere en un lugar seguro y pedimos ayuda.

Si se hubiera visto obligado a pasar la noche en la playa o las dunas cercanas habría tenido que hacerlo en completa soledad. En la era de los móviles de última generación y otros avances inimaginables hace un puñado de años, pocos serían los que se desenvolverían con éxito en un territorio tan agreste, tan diverso e inesperado como es Doñana.

Lo saben bien quienes sí vivieron allí. Porque hace no tanto tiempo, las personas, como los linces, los ciervos, los jabalíes y los ánsares, habitaban Doñana. Eran parte del ecosistema. Nacían en la marisma, morían en las dunas. Estudiaban por entregas en chozas de madera en las que las mujeres daban a luz a sus hijos y los educaban como podían. Criaban ganado, cazaban, cocinaban, luchaban contra los elementos, guardaban el territorio, se casaban entre ellos y convivían en la hermandad que fuerza el aislamiento.

Quedan muy pocos de aquellos habitantes y ninguno de ellos vive ya en el Parque. Fueron abandonando sus hogares conforme se extinguió su función, algunos de ellos ya en el nuevo milenio. Victoria Rodríguez Parada, Juan Domínguez Peláez, José Herrera Pancho y José Boixo Sánchez son cuatro de ellos, octogenarios y nonagenarios, pero recuerdan con nitidez la hermosura y la dureza de unas vidas insólitas y cómo la creación del Parque, hace ahora 50 años, comenzó a cambiarlo todo.

La marisma: cuna y hogar

José Boixo nació en 1935 en las Carabihuelas, en la marisma de Hinojos. Su padre, guarda de pastos, no estaba en la choza cuando su madre se puso de parto, así que un vecino pastor, de nombre Pedro, comenzó su marcha en plena noche y caminó más de siete kilómetros hasta El Rocío, desde donde partió de vuelta, también a pie, con dos mujeres que habrían de asistir al parto.

De los cuatro sólo él vio por primera vez la luz en Doñana, aunque tanto Victoria Rodríguez como Juan Domínguez y José Herrero, conocido en toda la comarca como Pepe «El Torero», se trasladaron al espacio natural con muy corta edad.

Fueron vidas marcadas por la soledad y la incomunicación, que unos llevaban mejor que otros. Sin embargo, y dejando a un lado momentos de estrechez, ninguno pasó grandes necesidades. La familia de la mayoría de ellos cultivaba sus propios huertos, y les estaba permitido practicar la caza menor. El agua manaba de fuentes y pozos: la que era demasiado salubre para beber se usaba para lavar. Con el salario de guarda del cabeza de familia se compraba en Almonte, en Villamanrique o en Sanlúcar, una vez al mes, todo lo que no daba la tierra.

Todos empezaron a trabajar pronto y ninguno de ellos asistió al colegio. Sólo Pepe lo pisó, y fue un solo día. Pero eso no les impidió adquirir los conocimientos más básicos, unas veces transmitidos de los padres o los hermanos mayores y en otras ocasiones, de forma autodidacta, copiando de los libros, como Pepe, o en el caso de los Domínguez, incluso por correspondencia . Así, de hecho, obtuvo Juan Domínguez su título de dibujo lineal mecánico y de radiotécnico, movido por su afán de salir de Doñana: «quería trabajar fuera, en un lugar donde hubiera más gente, tener mi propio vehículo», admite.

Es el único que no añora las chozas de madera y techo de castañuela, la aventura continua que era en sí misma la vida en Doñana, aunque recuerda cómo a la tierna edad de cinco años su padre le encomendó la tarea de cazar con una escopeta que ni siquiera podía levantar. «Mi padre me fabricó una horqueta que yo escondía detrás de unas matas de jaguarzo para que no me vieran los conejos». Desde allí abatía a sus presas, apoyando la escopeta en la horqueta, hasta que un amigo de la familia le regaló una más ligera.

Pasión por los caballos

También cazaba la intrépida Victoria Rodríguez Parada, cuya pasión por los caballos la llevó a ser la única mujer de Doñana que montaba y la primera que lo hizo en pantalones. «Para mí era un disfrute. En otoño hacíamos una cacería de liebres con los guardas, que eran amigos y compañeros y desde Caño Dulce llegábamos con los caballos hasta Vetalarena , corriendo las liebres con los galgos por la marisma», una marisma que en la estación seca se convierte en una planicie inabarcable. Era para Victoria la libertad absoluta.

A pesar de tener permiso para cazar, sólo se apresaba aquello que fuera a ser consumido. «No había frigorífico ni dónde meter la carne, así que si cazábamos cuatro o cinco conejos y podíamos coger alguno vivo, ese lo guardábamos para el día siguiente», explica José Boixo, cuyo padre servía de guarda al nacer él en la Marisma de Hinojos y luego fueron trasladados al coto.

Caballistas con garrocha en el parque cuando aún era un perfecto desconocido ABC

El nacimiento de Boixo es un ejemplo de cómo en un entorno en el que impera el aislamiento, las relaciones humanas pueden tornarse mucho más intensas. Es una de las cosas que extraña Pepe Herrera, cómo todos los habitantes del parque se trataban como familia, aunque no lo fueran. «Si hacía falta cualquier cosa todos nos volcábamos con los que necesitaban una mano en la faena», algo que corrobora Victoria Rodríguez, que recuerda las reuniones en las matanzas o en Navidad.

Soledad y camaradería

En esa relación entre vecinos del parque nacieron amores como los de la propia Victoria, cuyo marido, Antonio, caminaba desde Las Salinas, donde él vivía, por el caño hundido con el agua hasta el pecho, con la ropa en la cabeza para que no se le mojara hasta llegar a Las Nuevas, donde residía su enamorada. En verano y en invierno. Dos o tres horas a caballo tenía que emplear Pepe para visitar a su novia desde Veta Cipriano hasta Las Nuevas: 10 o 12 kilómetros que en invierno parecían más.

El aislamiento se hizo más duro cuando todos ellos debieron enviar a sus hijos pequeños con los familiares que tenían en las localidades circundantes para que tuvieran la oportunidad de estudiar que ellos no habían tenido. «Es duro apartarse de los hijos con tan pocos años; yo siempre los tenía en la cabeza», recuerda Pepe , que al igual que Victoria tenía que esperar a las vacaciones para poder verlos, mientras que José Boixo podía disfrutar de su hija los fines de semana en Palacio. La angustia y el bajo salario llevaron de hecho a Pepe a dejar de lado la guardería para dedicarse a la ganadería, una actividad que le reportaba más beneficios y libertad de movimientos.

Furtivos

En medio del aislamiento y la soledad, de cuando en cuando sorprendían otras visitas: por un lado, las de los furtivos, fieles a su cita sobre todo en las noches de luna llena. «En aquellas noches los guardas se reunían en parejas y guardaban juntos», explica Juan Domínguez, quien también reconoce que, tras años de experiencia y teniendo en cuenta aquellos «años del hambre», distinguían a quienes cazaban por pura necesidad y quién «para hacer negocio». En el primer caso, los guardas no denunciaban, «sino que se les dejaba ir con la carne y se les advertía de que no volvieran más».

Pepe Herrera recuerda incluso cómo en una ocasión topó con unos furtivos que se habían extraviado y llevaban tres días bajo el sol, sin comida y sin más agua que la que quedaba estancada en un pozo. Le imploraron que llamara a la Guardia Civil para que les pegara «unos pocos de estacazos» de desesperados que estaban. También quisieron entregar a Pepe los pájaros que habían cazado, pero éste se negó a aceptar y les indicó cómo salir.

Pero también recibían visitas de personajes ilustres. Como Guarda Mayor de la Reserva Biológica, el primero que tuvo la institución, Boixo ha conocido desde al rey emérito Juan Carlos, por entonces aún príncipe, pasando por Miterrand, Khöl y Gorbachov, amén de a Felipe González, con quien llegó a forjar una estrecha amistad, hasta el punto de que el ex presidente del Gobierno asistió al homenaje que con motivo de su jubilación recibió Boixo.

El padre y el abuelo de Juan Domínguez, por su parte, establecieron una «buena relación» con el rey Alfonso XIII, que acudía a Doñana con motivo de las monterías que se celebraban y de las que los Domínguez eran responsables. «Al finalizar una de las monterías, se quedó sólo con mi abuelo y le dio un abrazo para despedirse de él» a sabiendas de que nunca volvería a pisar Doñana. Poco después se proclamó la segunda república.

El «padre» de Doñana

El biólogo José Antonio Valverde era otro de los habituales y tenía una gran relación con los pastores y los guardas . Así lo recuerda Victoria, en conversaciones con su padre sobre su proyecto del Parque delante de un café, y Pepe Herrera, que estando de guarda en Las Nuevas recibió su visita junto a Juan Antonio Fernández. «Me contó que le habían dado un dinero para comprar terreno de la marisma, que lo quería para pájaros, así que le dije que lo tenía que hacer era comprar la parte del caño del Guadiamar, Mari López, el Lobo…». Fueron, efectivamente, las primeras fincas de la Reserva Biológica.

Eran los primeros años 60 y José Boixo, destinado a ser su guarda, lamenta que entonces se dejaran de realizar tareas como el descorche de los alcornoques. «Valverde me decía: Boixo, no se puede, hay que dejar la naturaleza tal como Dios la trajo al mundo» . Estas decisiones son discutidas por aquellos pobladores de Doñana que, como Boixo, recuerdan que cuando estaban ellos Doñana era «un jardín de campo». «No se tiene la misma sensibilidad cuando se viene a hacer el trabajo desde fuera, porque aquello era nuestra casa», y así la cuidaban.

La última vez que Pepe Herrera vio a José Antonio Valverde fue en el centro de interpretación que lleva su nombre, y admitió que «se había equivocado». «Ahora hay un ciento de guardas y está todo abandonado. Si yo llego a saber esto, no hubiera habido parque», recuerda sus amargas palabras, que Pepe apuntala con crudeza: «Al parque ha llegado mucha gente a gestionar que no tiene ni puñetera idea».

A esta «dejadez», al abandono de las prácticas tradicionales como la caza de «alimañas», achacan los antiguos habitantes de Doñana la pérdida del equilibrio y el cambio en el paisaje de la marisma: «las compuertas se abrían para que se limpiaran de salitre y forraje y ahora no se puede hacer», analiza Pepe Herrera, que también critica que la proliferación de depredadores esté acabando con aves como las cigüeñuelas, las canasteras, charranes, gallaretas o alondras reales, y que el programa de recuperación del lince esté dando como resultado «gatos caseros». También Victoria echa en falta la vegetación de los lucios, «que ya no tienen la hondura que tenían antes, y los pasiles o vetones, las partes altas, que también están más bajos».

Doñana, recuerdo eterno

«He dejado mi corazón en Doñana», admite Boixo, «echo de menos la libertad, esas noches de julio y agosto cuando la luna se refleja en las dunas y las ves billar como si fueran de plata», un recuerdo similar al de Juan Domínguez, que, aunque no añora el parque, sí conserva en su retina momentos indelebles: él y sus hermanas en plena noche bajo las estrellas, cuando su padre los sacaba a la puerta para enseñarles las constelaciones «que en la noche de Doñana lucen como en ningún otro sitio», o aquella mudanza desde el Hato Villa hasta Palacio – cuando su padre fue nombrado Guarda Mayor–, en una canoa a la que subieron los muebles «el dormitorio, la mesa del comedor, una enorme palangana en la que nos lavábamos», junto al heno de las vacas, y que su padre y el barquero tuvieron que llevar a empujones por la marisma, con medio cuerpo metido en el agua, porque el peso y la vegetación impedía al cajón navegar.

A Pepe directamente se le parte el alma cada vez que sale a la puerta de su casa de Villamanrique y lo que ve es la pared de enfrente, «antes miraba por la venta o abría la puerta y la vista se perdía en el horizonte», a pesar de que tuvo que vivir momentos de extraordinaria dureza, como cuando tuvo que sacar a su familia de la marisma durante una riada en 1970 después de más de una semana en la que tuvieron que vivir en el interior de la casa de Las Nuevas sin poder abrir siquiera la puerta porque el agua los sitiaba.

Victoria desearía volver, pero sus hijos tratan de disuadirla. Tienen miedo de que, a sus 85 años, sufra una decepción al comprobar que lo que fue su hogar ya no existe. Sólo en sus recuerdos existe esa Doñana en la que navegaba sola por la marisma, de niña, sobre un cajoncito con dos cañas, con una manta o un saco haciendo de vela en la proa; ese lucio grande en el que su padre y sus tíos pescaban albures y carpas , extendiendo las redes de arrastre después de que ella y sus hermanos, en ropa interior, espantaran a los alcatraces y las gaviotas formando jaleo con unas latas; o aquella desembocadura del Guadalquivir cuajada de delfines que rodeaban a la canoa en la que ella viajaba a Sanlúcar para pasar unos días en primavera.

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