Luis Miranda - VERSO SUELTO

El visionario

El Caballo Rojo es una parte de la identidad de la Córdoba contemporánea, una arista de diamante en su reputación

Luis Miranda

Esta funcionalidad es sólo para registrados

Para aquel niño que miraba la comida con el miedo de que las lentejas le corroyesen los labios y de que el tomate del sofrito del arroz le arrancara los dientes, El Caballo Rojo era el Alpe d’Huez. Para llegar habría que sufrir mucho, dejarse el aliento en la crueldad de las curvas, evitar las arcadas al encontrar las verduras en los guisos, enfrentarse al vértigo de los sabores y por fin ser digno de sentarse a la mesa donde el paladar tenía la fiesta que pensaba que no había en la comida de todos los días. No sabía aquel niño que era yo que lo que me iban a servir en aquel restaurante de nombre mítico no se podría entender sin la cocina popular que se había hecho siempre en mi casa , que el rabo de toro compartía muchos ingredientes con los guisos de legumbres porque venía del mismo humus fecundo de la gente sencilla, y que para alcanzar el refinamiento antes hubo que hacer perfecto el puchero y el estofado y conocer los secretos de la carne que se reblandece al agua hirviendo.

Hacerlo y comérselo, que ahí estaba el desafío para el niño poco amigo de la cuchara , de los sabores demasiado intensos y de los objetos no identificados que escoltaran a la carne. Cuando fuera digno llegaría a aquel restaurante del que mis padres contaban que el camarero estaba pendiente de la mesa y no había que llamarlo, casi siempre todavía a voces en los bares de aquella España de los años 80, para que atendiese.

Al cabo del tiempo, cuando me fui curando de aquel acné escrupuloso de la infancia, disfruté muchas veces de la mesa de El Caballo Rojo . A su cocina les debo uno de los pocos guisos de pavo, en exquisita salsa de almendras, que me ha resultado memorable, hace ya veinte años. Entonces ya había entendido que El Caballo Rojo era una parte de la identidad de la Córdoba contemporánea , una arista de diamante en la reputación que todavía no se llamaba marca, la obra de un visionario que se atrevió a pensar que en la modesta hostelería de una ciudad provinciana había sitio para la excelencia y paladares para apreciarla.

No supo nunca de platos conceptuales ni fatuas creaciones de hidrógeno : en su trabajo había finura, sofisticación y excelencia, pero siempre cimentada en la base de una cocina con fundamento tradicional que al mismo tiempo tenía que satisfacer el estómago con calorías. Por eso le dieron la Medalla al Mérito en el Trabajo y no la de las Bellas Artes, que más bien era para quienes usaban los alimentos para dejar a la gente con hambre. Por eso quizá el Rey Don Juan Carlos sabía a dónde no podía faltar cuando venía a Córdoba. Sus recetas mozárabes no eran simple arqueología: eran platos que alimentaban a la vez que deleitaban, como aquel cordero a la miel de eucalipto con que el mismísimo Pepe Carvalho rompió unos días de ayuno. En una época sin capitalidades artificiales, se trajo a Córdoba el corazón de la gastronomía andaluza y cuando en otros sitios quisieron empezar a correr ya les llevaba demasiadas vueltas de ventaja. Muchos otros en la ciudad, los mismos que ayer le decían adiós como se despide a un maestro, habían entrado en una competencia sana por participar en la carrera que empezó Pepe el de El Caballo Rojo , con la ligera locura de los intrépidos, en un rincón de la Judería en el que más que ganarse la vida construyó una Córdoba nueva de innovación, inquietud y talento que -¡ay!- fue pocas veces más allá de las cocinas.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación