Perdonen las molestias

Secuestro

Una patrulla constante en la puerta de la casa de una mujer amenazada

Una patrulla de la Policía Nacional Archivo
Aristóteles Moreno

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Hay un coche de Policía estacionado en la plaza de mi barrio todas las mañanas. Todas las tardes. Todas las noches. A veces, es un vehículo convencional. En otras, una furgoneta monovolumen. Hay días en que está custodiado por un agente. En ocasiones, por dos uniformados. Incluso por tres . Lo mismo se acomodan en su interior que se apostan de pie apoyados en el vehículo. Pero ahí están. Día y noche. Jornada a jornada desde hace más de dos semanas. Quizás tres.

La unidad de Policía no hace guardia aquí por amor al arte. Ni como consecuencia de un protocolo habitual de seguridad. Se encuentra en una misión de protección de una mujer y su hija. Su pareja (o lo que sea) las ha amenazado de muerte y está en paradero desconocido. Al parecer, el tipo tiene antecedentes penales en la materia. Quiere decirse que es un profesional del maltrato. Uno de esos individuos que evacúa su frustración personal sometiendo a las mujeres que caen en su órbita de poder.

La amenaza del susodicho no es ninguna br oma. Las estadísticas certifican que cuando a un miserable de esta naturaleza se le pone entre ceja y ceja humillar a su pareja, las posibilidades de que ejecuten su advertencia son altas. Bastante altas. Dramáticamente altas. Y ahí están las cifras oficiales. Un luctuoso censo de sangre y barbarie que no deja de manchar los telediarios nuestros de cada día.

El caso que aquí se trae es el goteo rutinario de andar por casa. No hay nada nuevo en el dispositivo desplegado por las fuerzas de seguridad para situaciones análogas. Lo que conmueve es contemplarlo en directo y a tiro de piedra de tu propia casa. Divisar un día sí y otro también a un grupo de agentes, pistola al cinto, escoltar la puerta de entrada de un edificio cualquiera de un barrio cualquiera. Hasta antes de ayer esa imagen pertenecía únicamente al territorio evanescente de los titulares de prensa. Pero hoy ha descendido a la realidad cruda que puede tocarse con las manos.

La iniquidad de esta bazofia cobarde le cuesta al erario público un ojo de la cara. Mantener un dispositivo humano las veinticuatro horas del día para evitar que una mujer y su hija sean presa fácil de una bestia exige recursos públicos que pagamos todos nosotros. Pero lo peor no es el coste económico. Lo insoportable es el secuestro de una mujer y su hija a manos de un desalmado. Un secuestro en toda regla. A punta de intimidación y vileza. Porque sobre la mujer gravita una amenaza permanente que la convierte en cautiva en su propia vivienda.

¿Hasta cuándo podrá la Policía sostener el dispositivo de vigilancia? ¿Dos, tres, cinco semanas más? ¿Dos meses? ¿Y qué ocurrirá si los agentes se ven obligados a desmantelar la unidad para dedicarla a otras necesidades? ¿Cuánto tardará el verdugo en merodear por los alrededores? ¿Y qué pasará con la víctima y su hija? No hay respuestas para explicar este secuestro infame en las mismas narices del Estado de derecho.

Este caso convencional es lo que algunos denominan violencia doméstica . O intrafamiliar. Que es, por lo visto, la que sucede en el interior de una vivienda de forma accidental. Un niño puede matar a su tía. Un cuñado a su suegro. Una madre a su hermana. Y un hombre a su esposa. Todo para negar que la cultura machista de dominación late en el corazón de nuestras sociedades con la misma intensidad que siempre.

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