Jesús Cabrera - EL MOLINO DE LOS CIEGOS

Márquez o el talante necesario

A los periodistas nos enseñó cada Navidad que el plato de migas sabía mejor con un par de huevos fritos encima

Jesús Cabrera
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EL fallecimiento de Antonio Márquez es una excelente oportunidad para recordar y revalorizar a una generación de políticos que poco a poco ha ido desapareciendo de la escena pública y que en la actualidad, por aquello de la nueva política, está mal vista cuando no demonizada. El que fuera delegado de Gobernación de la Junta durante casi nueve años es un prototipo de las hornadas de personas, de todas las orientaciones políticas, que dejaron su trabajo para dedicarse a la cosa pública guiados por la vocación de servicio con una escala de valores y un talante que no es que estén en riesgo de desaparición, sino que son elementos raros -y para algunos incómodos- tanto en las instituciones como en las formaciones políticas.

Esta forma der ser era común en los tiempos en que Márquez ocupó una alta responsabilidad, quizás porque sus componentes conocían a la perfección el enorme esfuerzo y las renuncias que había costado poner en pie un régimen de libertades que -paradojas del destino- ahora se cuestiona sin piedad por quienes desde el revisionismo más desvergonzado quieren destruir lo que tanto trabajo costó construir.

Antonio Márquez, con infancia de emigrante en Barcelona, funcionario de la Administración del Estado, inició su carrera como concejal en su pueblo, Montemayor, en donde puso en práctica esa inquietud política que le hizo ingresar con 23 años en el PSP de Tierno Galván. A partir de este momento comenzó a destacar gracias a una virtud que caracterizó su talante y que en estos días no se lleva nada. Una de sus herramientas más potentes y eficaces fue el diálogo, el consenso, la voluntad de pactar; eso de lo que hoy tanto se habla y tan poco se practica. Esta circunstancia le hizo brillar en el terreno de las relaciones laborales, un campo de minas en el que Antonio Márquez logró poner de acuerdo a patronales y sindicatos, con brillantes resultados en conflictos enconados. Además, como delegado de Gobernación de la Junta tuvo la suerte de contar con un equipo de delegados brillantes y con un perfil político de altura, como fue el caso, entre otros, de Francisco García, Rafaela Valenzuela o de Francisco Zurera, afortunadamente aún en activo.

El balance del paso por la política de Antonio Márquez tiene, como en todos los casos, luces y sombra. Pero como las primeras destacan más que las segundas vamos a subrayarlas dada su repercusión para la capital y la provincia. Durante su mandato se gestó y se puso en marcha la multimillonaria operación de reforma del Puente Romano y su entorno que, aunque mejorable en algunos aspectos, ha supuesto la revalorización del entorno más valioso y sensible de la ciudad, que falta le hacía. Se podrían destacar muchos más logros para la capital, pero sólo voy a añadir el de la Ronda de Poniente, la que facilita el tráfico y el acceso a la ciudad a miles de personas cada día. Pero también supo de sinsabores, como cuando su familia sufrió en su propio domicilio lo que hoy se conoce como escrache y que él solventó con elegancia, sin victimismo barato. Tampoco descuidó la provincia. En el asiento trasero de su vehículo oficial nunca faltaba un grueso dossier con los datos actualizados de todos los pueblos cordobeses. En sus visitas a los mismos, que fueron constantes, este cuaderno le agilizaba mucho el trabajo a la hora de sentarse a negociar con los alcaldes. Pese a esto, nunca renegó de sus raíces y siempre que podía hacía patria con el vino de Montemayor, de la cooperativa de San Acacio, y a los periodistas nos enseñó cada Navidad que el plato de migas sabía mejor con un par de huevos fritos encima.

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