Tribuna abierta

El hidalgo cordobés «a la jineta»

Manuel Ramos Gil

El siglo XVII supuso grandes cambios para el Reino de España y, por ende, para Córdoba. Con la llegada del 1600 se inicia la gran decadencia y nuestra pérdida de condición de Imperio. Las constantes guerras, el cada vez menos oro que venía de las Américas, la expulsión de los moriscos, las pestes y epidemias o la mediocridad de los últimos reyes de la dinastía de los Austrias hacían presagiar todo lo que vino a posteriori. Pero hubo otra crisis, que nada tenía que ver con la política o economía, sino con una serie de valores, usos y costumbres muy arraigados en nuestra ciudad. Me estoy refiriendo al ideal caballeresco, a esa imagen imponente de noble cordobés montado a caballo con resplandecientes armas y armaduras.

Esa crisis de valores queda magistralmente reflejada en el «Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha». A lo largo de los siglos se ha discutido acerca de si el protagonista de esta obra era un personaje real o imaginario, proponiéndose multitud de teorías. En tal sentido, no quiero ser pretencioso ni afirmar lo que no sé, pero me gustaría hacerles partícipes de mi última investigación que versa sobre cierto hidalgo cordobés, a mi juicio todo un «Quijote», que defendió a capa y espada buena parte de aquellos usos tradicionales que después quedaron ridiculizados en la famosa obra cervantina. El caballero en cuestión se llamaba don Luis de Bañuelos y de la Cerda. Vivió en Córdoba a caballo entre los siglos XVI y XVII, por lo tanto, coetáneo a Cervantes. Residía en el barrio de San Miguel en unas casas solariegas cuyo recuerdo ha quedado en el título de la calle Mármol de Bañuelos. Este noble defendía y se enorgullecía de ser «hombre de a caballo», pues durante siglos, lo que más distinguía al noble del peón era que el primero entraba y salía de su casa montado a caballo, y de esta guisa iba por las calles y caminos. Pero los hidalgos cordobeses no montaban a caballo de cualquier manera, sino que lo hacían «a la jineta».

La jineta era el modo tradicional en el que los caballeros montaron durante toda la Edad Media en la Península Ibérica. Se caracterizaba por llevar los estribos muy altos, lo que obligaba al jinete a flexionar en extremo las piernas. En los ataques y razzias, con este tipo de montar, el jinete no buscaba el choque frontal con el enemigo, sino que se pretendía la velocidad, la agilidad e, incluso, el engaño. Era pues todo un arte manejar la montura a la jineta. Insisto en que, entrado el siglo XVII, todos aquellos usos propios del caballero guerrero eran ya historia, y probablemente motivo de burla, como queda patente en muchos capítulos del Quijote. Principalmente fueron dos los impactos que recibe la tradicional estampa quijotesca: la introducción de los coches de caballos y la aparición, por influencias foráneas, de un nuevo tipo de montar a caballo, llamado la brida.

Al parecer, el primer coche que se vio en Castilla fue en 1546 procedente de Hungría; llegó con el fin de trasportar a nuestro emperador enfermo en cierta campaña. Al principio, aquella imagen de un rey en una carroza debió ser impactante, aunque poco a poco fue acomodándose en la Corte para posteriormente extenderse a las provincias. De esta manera, se produjo un cambio radical en los usos y costumbres, diciéndose que, en escaso tiempo se pasó de la figura del «caballero» a la del «cortesano». Cuando el coche se convirtió en un verdadero símbolo del cortesano fue a partir de 1611, ante la imposibilidad de usar uno sin la correspondiente autorización del Consejo de Castilla. Será a partir de entonces cuando el coche o carruaje se convierta para la nobleza en uno de sus preferidos símbolos de distinción social. Los nobles ya no consideraban afeminado el uso de los carros, sino al contrario, era el elemento que más denotaba el poderío de su casa. De esta forma, a diferencia del periodo anterior, en el que, como ya dijimos, el noble salía y entraba de sus Casas Principales montado en un caballo ricamente engalanado, a partir del siglo XVII, el aristócrata entra y sale de su palacio en carruajes que llevan grabadas las armas de su linaje.

Así las cosas, en Córdoba este estado de crisis lo refleja fielmente el hidalgo don Luis de Bañuelos y de la Cerda, en su obra manuscrita titulada «Libro de la Gineta» y descendencia de los caballos Guzmanes. En ella pone de manifiesto el semblante y mentalidad de un aristócrata cordobés anclado en los viejos usos, un auténtico «Quijote», que irremediablemente ve como todo lo que él y sus mayores encarnan va desapareciendo.

Para nuestro hidalgo, un caballero montando a la brida constituía una imagen del todo cómica y burlesca pues, en este tipo de monta, al estar los estribos muy bajos, parecía que los jinetes arrastraban sus piernas. Nada que ver con la imagen del caballero ideal, sacada de viejos libros de caballería, y que para el cordobés lo era el Conde de Alcaudete, don Martín de Córdoba, «el que se perdió en Mostaganem».

No contento con todo ello, el noble cordobés parece que tiene también su imagen ideal de mujer, su particular Dulcinea, muy distinta a las damas de su época, por lo tanto, a las cordobesas de finales del 1500 y principios del 1600. Contra ellas arremete duramente, echándoles también buena parte de la culpa de la crisis de la jineta y demás. Dice de ellas: «Solían servirse y estar muy pagadas con tener un galán muy hombre de a caballo», que en presencia de las damas realizaba las suertes del toro, justas o el juego de las cañas. Sin embargo, ahora si aparece «otro competidor, aunque sea más feo que el enano de Amadís, y si éste da dinero, él será el favorecido, el amado y querido». Añadía que todo quedaba ya reducido a un buen concierto de dinero, sin tenerse en cuenta las habilidades ni las gentilezas. Pero no satisfecho con lo anterior, ataca al mismísimo Papa de Roma, Sixto V, quien durante algún tiempo prohibió los toros en España bajo pena de excomunión. El motivo de su crítica contra el pontífice era que la carencia de fiestas de toros impedía a los mozos adiestrarse en la «jineta».

De todos es sabido la relación de Cervantes con Córdoba, de la que era natural según sus propias palabras. Me pregunto si en su juventud, o más tarde, pudo llegar a conocer a este hidalgo cordobés. Lo más seguro es que nunca se cruzasen sus vidas, pero quién sabe. Lo que tengo claro es que podría haberle servido de inspiración.

Por último, añadir la casualidad de que las obras de Miguel de Cervantes y de don Luis de Bañuelos viesen la luz en la misma fecha: 1605. Y ahondando en las casualidades, sepan ustedes que el libro de nuestro hidalgo se conserva en la Biblioteca Nacional en una sala llamada... Cervantes.

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