JOSÉ JAVIER AMORÓS - PASAR EL RATO

EL DEBATE

Mariano Rajoy es soso, más que aburrido, pero en la tribuna parlamentaria se crece y da muestras de fuerza expresiva

JOSÉ JAVIER AMORÓS
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Los debates televisivos son a la oratoria lo que los concursos televisivos son a la cultura. La cultura es pensamiento, no información; y la oratoriaes arte, no gresca. Tal como los concibe la pendenciera modernidad política, los debates no buscan deleitar y persuadir, que son fines del arte de la palabra, sino humillar y destruir al contrario. Y el público ruge, como en los antiguos combates de gladiadores. Vamos hacia una democracia de circo romano.

El debate, hoy, es el culto a la imagen, a la publicidad, a un lenguaje de eslóganes para dar titulares a los medios de comunicación. Todo eso priva de reflexión al lenguaje político y lo lleva por la veredita alegre y frívola de la frase del día.

Un debate se reduce a consignas de partido, ingenio triste de chilindrineros y algún agravio mayor de matonismo de taberna. De los debates políticos no se esperan soluciones a los problemas de la gente. Se va al debate como se va al boxeo.

En el debate parlamentario sobre el estado de la nación, ese sí es importante, lo que menos importa es el estado de la nación. Los medios destacan al día siguiente si ha ganado el orador del gobierno o el de la oposición. Normalmente, habladores, nada más. O si algún hablador de grupos políticos menores ha dicho algo que justifique un titular o un comentario. Y los criterios para decidir quién ha ganado el debate acostumbra a fijarlos gente sin una formación retórica especialmente esmerada. Para conceder el triunfo al contrario ideológico tiene que haber estado sublime sin interrupción, de manera incontestable. Si no, el nuestro ha sido más convincente y sudaba menos.

Mariano Rajoy no va a los debates multitudinarios en campaña, porque está previsto que la víctima sea él. Declina el honor de que lo lapiden. Eso le quitará morbo al debate, pero no parece un obstáculo para que Rajoy pueda ganar las elecciones. Que es a lo que van también al debate sus adversarios. A uno le parece muy acertada la decisión del presidente del Gobierno. El pueblo tiene derecho a pedir información suficiente y clara, y hasta donde sea posible, brillantemente expuesta, sobre los programas electorales. Tan amplia y tan minuciosa como considere necesario. Para eso está la oratoria política. Luego, el pueblo decidirá. Pero nadie, tampoco el pueblo, tiene derecho a exigir a un orador que entre en combate, con su poquito de sangre para dar color al paisaje de nuestras aburridas biografías. Si a alguien le gusta la sangre, que ponga la suya.

Rajoy ha cometido errores para llenar una tesis doctoral. Habrá decepcionado, probablemente, hasta a su familia. Es soso, más que aburrido. «¿Crees que soy tan aburrido como dicen?», preguntaba en reciente entrevista, con la ingenuidad del aburrido profesional. Pero en la tribuna parlamentaria se crece, y da muestras de una fuerza expresiva, de un empaque oratorio que no tienen sus adversarios. Negar eso, le parece a uno, sería perder la objetividad. Sus discursos no parecen bien preparados, les falta tiempo, reposo. Salvo excepciones, con poco brillo, apenas rasgos de ingenio. Pero en la tribuna parlamentaria se engalla, se agiganta, se comporta como un orador. Aunque uno piensa que tiene cualidades para lograrlo, nunca llegará a ser un gran orador. Porque ha seguido más a Cristiano Ronaldo que a Cicerón. Y porque, en el fondo, le tiene sin cuidado.

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