José Javier Amoros - Pasar el rato

Córdoba y el sol

Somos distintos nosotros y nuestra manera de entender al sol, de enfrentarlo

José Javier Amoros
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No es el cambio climático, es el cambio de estación. El calor es la costumbre que tiene el sol de acercarse a Córdoba cada verano. Al sol le gusta Córdoba, le gusta mucho, y trata de decírselo durante todo el año, acariciándola suavemente desde su impuesta lejanía. A Córdoba le complace ese trato delicado, y lo agradece llenando las calles de gente alegre y conversadora. Cuando llega julio -antes, a veces-, el sol no puede contenerse más, y manda a paseo las buenas maneras del otoño, con sus suaves violines, y el esplendor en la hierba de la primavera. Y acorta distancias y ruge de pasión desenfrenada. Él, tan majestuoso, tan altivo, tan seguro de su poder, ahora todo fuego.

Arden las aceras, se vacían los paseos. Es el triunfo amoroso del sol, que arrasa. Fuerte viene el sol, madre. ¿Qué me pondré que cuadre?

Los cuarenta y seis grados y ocho décimas del jueves pasado son una declaración de amor encendida, la forma exagerada que tiene el sol de pedirle a Córdoba relaciones. Nunca en la historia reciente de la ciudad se había mostrado el sol tan violento. Y en el pasado, vaya usted a saber, aunque sería lo mismo, porque el amor del sol por Córdoba tiene carácter retroactivo. En lo más hondo de su ser histórico, la dama se siente halagada por tan incómoda preferencia. Y cada vez que da la máxima de España, la exhibe ante el mundo como un requiebro, un galanteo con que el sol la distingue de todas las demás. «Córdoba, alma de mi alma, / perpetuo imán de mi vida», le dice el sol, que ha leído a Zorrilla, y a ella se le enciende todavía más el fuego de las mejillas. «¡Cuánto siempre te amé, sol refulgente!», le corresponde ella, con Espronceda. Son amantes antiguos, con una formación humanística que le da nivel al trato.

El sol de julio y agosto, en Córdoba, es un sol salido de madre, un sol de psiquiátrico. Un sol que tiene muy bajos los instintos, forzado durante meses a contenerlos. Es la historia de la bella y la bestia, en el momento en que la bestia es más bestia que nunca. Si aprieta un poco más, puede matar a la bella. Y así ha sido desde hace siglos, sin necesidad de que estuviéramos allí para certificarlo. Esas cosas se saben por instinto literario. El del sol por Córdoba es un amor asfixiante. Y la amada, que conoce al amado desde hace tanto tiempo, resiste el acoso con paciencia y decoro, porque sabe que él recuperará la sensatez y la compensará con una ternura ilimitada durante las otras tres estaciones de Vivaldi.

Cuando pase el veranillo de san Martín, el último bufido del sol, a la amada se le irá aliviando el sofoco, y todo volverá a ser comedido y encantador, como en la primera cita. Cuesta aceptar que estos calores de amor, calores, sean únicos en la historia, que nuestros antepasados en Córdoba no hubieran conocido y padecido nada igual. Lo más probable es que no sea distinto el calor, sino los habitantes. Somos distintos nosotros y nuestra manera de entender al sol, de enfrentarlo. No es el cambio climático, es el cambio de estación. Cambian las estaciones, cambiamos nosotros, cambia el mar. La historia es un cambio constante hacia el bien. Nada en la historia cambia para mal, salvo la Generalitat de Cataluña y Pedro Sánchez. Córdoba y el sol de julio: una pasión de verano.

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