Jesús Cabrera - EL MOLINO DE LOS CIEGOS

Begoña no conoce a Trevilla

El Mihrab de hoy se debe al impulso de un obispo

Jesús Cabrera
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EL obispo Pedro Antonio de Trevilla nació en un pueblo de Vizcaya llamado Carranza en 1755 y llegó a Córdoba en 1805. Fue un prelado que pasó a la historia por tener un concepto de las cofradías que en la actualidad le haría ser canonizado —laicamente, por supuesto— por la progresía militante, la misma que mira hacia otro lado por otras actuaciones del prelado desarrolladas en la Mezquita-Catedral. A lo mejor hubo algún obispo anterior que comenzó a despojar al monumento de las adherencias que dejó el paso del tiempo, pero una de las actuaciones de Trevilla es la que se puede considerar como la más oportuna de todas por realizarse en una zona tan sensible como es el Mihrab.

Trevilla tomó la decisión de devolver al corazón de la qibla su belleza original y para ello era necesaria una actuación de calado que conllevaba la desaparición de la capilla de San Pedro, el derribo de algún muro, el desmontaje de un retablo así como la reposición de los daños a la obra califal.

El arquitecto del obispado era en estas fechas tempranas del siglo XIX el italiano Nicolás Duroni, cuyo neoclasicismo se puede admirar en la iglesia de las Mercedes de Priego de Córdoba. También estuvo por Córdoba en aquellos años Alexander Laborde, un político y escritor francés apasionado por las antigüedades españolas, autor de una obra que aporta un material gráfico de valor incalculable. Aunque Trevilla es quien se perpetúa por la recuperación del pasado califal de la Mezquita-Catedral, no es descabellado pensar que Duroni y Laborde estuvieran detrás de un trabajo desarrollado por el Cabildo y que dejó el Mihrab tal y como lo conocemos hoy.

El obispo vigiló que el derribo de los muros no dañara nada de la decoración existente y que el retablo se desmontara cuidadosamente para que esas cinco tablas, nada menos que de mediados del siglo XIV, llegaran a nuestros días en perfecto estado como unas de las escasas muestras de pintura medieval cordobesa. El problema surgió cuando hubo de reponerse el mosaico perdido en los dos laterales del arco que da acceso al pequeño cubículo y en otras zonas. Es aquí cuando aparece la figura de Patricio Furriel, todo un personaje. Era hijo y nieto de afinadores de los órganos de la Catedral y él ideó vivir a costa de estos instrumentos con unas reformas que se eternizaban en el tiempo y que con posterioridad fueron cuestionadas por los expertos. Pues Furriel, que al parecer le caía en gracia al Cabildo, se ofreció para reponer este mosaico perdido y así se advierte que el dibujo, más carnoso, no responde al limpio esquematismo árabe. Los más iniciados en la materia, que aquí no son tantos, esbozan con ternura una sonrisa al ver que la epigrafía repuesta se ha hecho sin el más mínimo rigor.

Todo sucedió entre 1814 y 1819, precisamente los años en que nacieron Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc y John Ruskin, respectivamente, considerados los padres de las teorías de la restauración de monumentos gracias a sus disputas. En aquel lejano momento, hace dos siglos nada menos, un obispo, una figura actualmente cuestionada por quienes levantan la ceja y engolan la voz al hablar de cultura, defendía el legado material de los árabes como testimonio de nuestra historia antes de la avalancha de leyes, convenciones, cartas y documentos para la conservación del patrimonio que ahora tenemos. Sus sucesores en la silla de Osio no se han salido ni un ápice de este camino.

Hace unos días, la presidenta de Icomos-España, Begoña Bernal, se descolgó con que el Cabildo «no tiene ni idea» en materia de conservación de la Mezquita-Catedral. Lógicamente, antes de darle la razón a esta señora invertiría los términos para concluir que es ella la que desconoce de lo que habla.

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