Pasión en Córdoba

Revista 'Pasión en Córdoba' 2021 | El milagro contra otra epidemia

Una tradición cuenta que la peste se marchó de Córdoba en 1602 cuando una imagen de San Nicolás de Tolentino cobró vida y besó los pies de un Cristo Crucificado

Imagen de San Nicolás de Tolentino atribuida a Juan de Mesa que se muestra en el Museo Nacional de Escultura José Luis Ortega
Luis Miranda

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Cuando estalló la epidemia del coronavirus en plena Cuaresma de 2020, muchos volvieron los ojos a San Rafael, presente en sus triunfos y en lo alto de muchas de las iglesias de Córdoba. Ya había protegido a la ciudad en muchas ocasiones de las enfermedades y hasta del terremoto de 1755, pues para eso el Señor lo había nombrado Custodio de la ciudad. La historia de la religiosidad popular y de las leyendas de Córdoba cuenta sin embargo que para el cese de epidemias se acudió a la intercesión de otros santos, y sus ruegos ante Dios dieron resultados.

La historia de San Nicolás de Tolentino, del milagro que en Córdoba protagonizó una imagen suya y de su ayuda en la epidemia de peste del siglo XVII se extendió por todo el orbe católico, inspiró a algunos artistas e hizo crecer la devoción del protagonista, pero casi siempre en otros lugares. Apenas se conoce en la ciudad el que los devotos llamaron siempre «el Milagro de Córdoba», aunque hay una versión histórica y otra en la que sí se relatan hechos del todo extraordinarios.

Lo absolutamente cierto está en los documentos de la época. Como cuenta el profesor Juan Aranda Doncel en un estudio sobre la devoción a San Nicolás de Tolentino en la ciudad, el siglo XVII comenzó en Córdoba con una epidemia de peste que tuvo dos olas, o dos brotes, como ahora se dice. El primero fue entre mayo y agosto de 1601, y el segundo fue mucho más duro: comenzó en los primeros días de 1602 y cuando se acercaba el verano todavía no se había marchado la enfermedad.

San Nicolás de Tolentino (1245-1305) era el primer fraile agustino que alcanzaba la categoría de santo y ya en vida se le atribuyeron muchos milagros. Quizá el más famoso era el de los panecillos, que sucedió en una época en que estaba enfermo. Entonces se le apareció la Virgen María, que le ordenó que mojara en agua un trozo de pan y se lo comiera. Mejoró de inmediato, así que tomó entonces la costumbre de repartir panes entre hambrientos y enfermos, y esa tradición todavía continúa en su nombre en muchos lugares.

Se sabe que la epidemia remitió tras la procesión de San Nicolás al hospital de San Lázaro, pero los agustinos insistieron en que las imágenes cobraron vida

La epidemia de peste había segado la vida de muchas personas sobre todo en el popular barrio de Santa Marina, y allí, en su feligresía, estaba y está el convento de San Agustín, donde los religiosos veneraban a San Nicolás de Tolentino. Fue el escenario de uno de los primeros milagros: en 1601 una madre puso a su hijo enfermo uno de los panecillos de San Nicolás y sanó. La curación se difundió por toda la ciudad, y Córdoba volvió a invocar al religioso italiano unos meses después, cuando volvió la enfermedad con toda su crudeza. Los agustinos, con Fray Cristóbal de Busto a la cabeza, recopilaron los muchos actos de curación que se atribuían a San Nicolás de Tolentino en aquellos días, y la ciudad llegó a pedir que su día, el 10 de septiembre, fuese fiesta en Córdoba. Las órdenes religiosas se afanaban siempre por divulgar los hechos prodigiosos que se conseguían por la intercesión de uno de los suyos.

La tradición pone al Milagro de Córdoba un momento concreto: el 7 de junio de 1602, cuando parecía que la peste no se iba a marchar nunca. Ese día los agustinos hicieron una procesión con la imagen de San Nicolás de Tolentino al hospital de San Lázaro, un edificio que desapareció en un incendio en 1867, y que estaba en el campo de San Antón, a extramuros de la ciudad tras salir por Puerta Nueva. Los hermanos de San Juan de Dios antendían allí a muchos enfermos.

Los documentos cuentan que al llegar allí se produjo una escena tan teatral como llena de simbolismo. El capellán de la iglesia sostenía en sus manos un Crucifijo, y el fraile que llevaba a San Nicolás de Tolentino se arrodilló ante él, como hicieron todos los presentes. Luego lo levantó y acercó la boca a los pies de la imagen de Cristo, como si de verdad se los besara.

La epidemia comenzó a remitir a partir de entonces y el 28 de julio se dio por terminada. Para los agustinos y para muchos cordobeses se debía a la intercesión del santo, pero la forma en que la tradición recordó aquel día fue muy distinta, y así se plasmó en el arte. El Milagro de Córdoba se contó en la religiosidad popular como algo sobrenatural. La tradición relató que la imagen del santo cobró vida y se inclinó por sí misma, sin la ayuda de nadie, para besar los pies de Jesús, y el Señor se desprendió de la cruz para abrazarlo. A partir de ahí, y como cuenta la historia, terminó la epidemia.

Cuadro que muestra el milagro de Córdoba ABC

El Milagro de Córdoba se hizo luego popular en muchos sitios. La devoción a San Nicolás de Tolentino se intensificó, pero luego perdió fuerza, quizá ante el auge de San Rafael. Por aquellos años en San Agustín había incluso una cofradía de disciplinantes que salía a la calle en Semana Santa, pero que no alcanzó la mitad del siglo XVII, como sí hicieron otras. Con todo, la nave de la epístola, la que se abre a la derecha al entrar, se conocía como la de San Nicolás de Tolentino, aunque su altar, cuenta Teodomiro Ramírez de Arellano, quedó destruido en la invasión francesa.

Estuvo unida, apunta Juan Aranda, a las de las Ánimas del Purgatorio, que había nacido en el siglo XV. El Museo Nacional de Escultura de Valladolid conserva una imagen de San Nicolás de Tolentino disciplinándose que se ha atribuido a Juan de Mesa. El escultor cordobés la habría hecho en los años de su madurez artística en Sevilla, ya que los estudiosos han destacado su calidad. Eran los años en que el Milagro de Córdoba estaba reciente y los agustinos lo difundían por las ciudades en que tenían convento. Fray Cristóbal del Busto escribió una recopilación con todos los hechos milagrosos que se llegó a reeditar e imprimir en Valladolid.

En otros lugares, sin embargo, sí se habló del milagro de Córdoba. El más sobresaliente de los cuadros que relata este hecho es una obra del pintor italiano Francesco Maffei (1605-1660) en que se muestra a Cristo desclavándose de la cruz para abrazar al santo, en un paisaje en el que no faltan enfermos de peste pidiendo curación. Es una obra de mucha expresividad y movimiento, pero el paisaje en que se desarrolla está lleno de monumentales edificios renacentistas que nunca estuvieron en la ciudad, aunque se titule «Miracolo di Cordova». Era lo corriente en un momento en que la arqueología y la documentación no eran importantes. Está en una iglesia de Vicenza, en el Véneto.

Hispanoamérica, y en especial Colombia, tuvo mucha devoción a San Nicolás de Tolentino y allí hay también un cuadro, no de tanta calidad, pero en que se recoge la misma escena aunque con una variante. Según otra tradición, el Crucificado lo llevaban, también como rogativa, los franciscanos, y allí aparece rodeado por los frailes menores. Para algunos autores, podía ser el Cristo de las Maravillas, titular de la cofradía de la Vera-Cruz, que se veneraba en su convento.

La tradición se pudo olvidar en Córdoba, pero todavía hoy los mismos religiosos agustinos la recuerdan y puede ser actual. Lo hicieron para hablar del Covid, que ocupa el lugar que en el siglo XVII tenía la peste. «Además de las imágenes de Cristo y del Santo que cobran vida, está todo el pueblo cristiano que las porta en andas. Y carga con ellas porque está sumido en una experiencia vital de sufrimiento, de zozobra», insisten. San Nicolás de Tolentino, un santo «compasivo, sensible a pobres y enfermos», recoge «toda la angustia y la súplica de los fieles cordobeses, que se ven desarbolados». Y ve esa necesidad encarnada en Cristo. «En su gesto de doblar la rodilla en adoración, Nicolás expresa la valoración que el sufrimiento humano le merece: es algo valioso, que no puede banalizarse ni despreciarse; y mucho menos puede provocarse».

«De un modo tan real como misterioso, recolecta todos los dolores, incertidumbres y desilusiones; toda la desesperación del que teme contagiarse; del que descubre con terror haber dado positivo; del que queda recluido en la habitación de su casa, o se ve aparcado en el corredor de un hospital, o intubado en una unidad de vigilancia intensiva. Cristo abraza, en fin, al que se encuentra en el trance supremo de la muerte en absoluta soledad, privado incluso de los lazos familiares, que le han sido cercenados», afirman los religiosos en su página web.

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