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La víctima 193
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DIEZ AÑOS DEl 11-M

La víctima 193

En esta foto falta uno. El 11 de marzo, Mónica Sánchez lo llevaba ya en sus entrañas, pero no se enteró hasta cuatro meses después. «No pude seguir con la aventura», cuenta. Esta es la historia de los niños de la tragedia

10.03.14 - 13:47 -
La víctima 193
Mónica Sánchez García abortó cuatro meses después del atentado. Tiene tres hijas. / R. C.

No le puso nombre. Durante un tiempo fue solo un presentimiento. Cuando se despertó del coma en el Hospital de La Paz con el cuerpo arrasado por la barbarie, preguntó si había perdido el bebé que esperaba. Mónica Sánchez García yacía en la cama con la base del cráneo rota, la columna partida por varios sitios, el bazo y la vesícula extirpados, quemada, postrada, calva y sorda -fue de las más graves en sobrevivir-, pero en mitad de aquella fiebre deliró con la idea de que estaba embarazada. «Realmente no recuerdo si antes lo sabía, pero estaba convencida de que podía estarlo». Tenía guardada esa idea en la caja de los sueños. Los médicos no le hicieron caso, estaban preocupados por asuntos más vitales. Cuatro meses después de las explosiones, cuando llegó a casa montada en una silla de ruedas, se hizo la prueba. Era un varón. No le dieron tiempo a llorar, solo a decidir. En la práctica, fue la víctima 193 de los atentados de Madrid, que aquí incluimos en ese grupo de críos que murieron, que resultaron heridos, que se quedaron sin padres y que conocieron el horror antes de tiempo. Son la parte más débil de la cuerda que se rompió para siempre hace 10 años.

Mediados de agosto de 2004. Mónica llega a casa. Trabaja como analista de riesgo, pero no está preparada para tomar una decisión en semejante cruce de caminos: el feto ha sobrevivido a la tremenda sacudida de la explosión, pero ella tiene que decidir si sigue adelante. Mantener el embarazo, pero sin someterse a las intervenciones que tenía programadas, sin tomar parte de las medicinas que necesita para vivir, sin pruebas radiológicas, y sin asegurarle que podría sobrevivir al parto. O parar en seco. Decidió abortar. «Hoy pienso mucho en esa decisión. Creo que tengo un angelito en el cielo, y espero que entienda que su mamá tuvo que elegir y eligió seguir adelante. Yo ya tenía un bebé de quince meses y no podía arriesgarme a dejarla sola para seguir con esta aventura. Ese día aprendí a continuar».

Al recordarlo, el atentado le sacude como una onda expansiva. «Ahora creo que yo ya me había enterado, pero que estaba esperando sin decírselo a nadie para contárselo el viernes a mi marido, que estaba fuera». El 11-M cayó en jueves, un día antes. Tuvieron dos hijas más. Aitana, de 8 años, nació en plena recuperación. «Es débil, sensible, delicada, una niña especial porque llegó en un momento especial». Y a su manera, también recibió el impacto. Después vino Naiara, de 7, que es «más facilona». Mónica se separó y retomó su vida con un policía que conoció en un curso sobre terrorismo yihadista y con el que vive en Tenerife. «Mi marido y yo no nos podíamos hacer felices. Nos dejamos. El 11 de marzo aprendí que la vida son dos días». Optó por aprovecharlos. También tuvo que aprender a vivir con un audífono, a soportar los dolores y a olvidar a qué suena el mar.

Las siete y media de la mañana. A esa hora, pocos chavales viajan en tren, por eso no murieron más. Siete menores y otros dos que no llegaron al mundo, que fallecieron en el vientre de sus madres. A las nueve de la mañana, Madrid se hubiera llenado de decenas de esos pequeños ataúdes blancos. De los siete fallecidos, el más joven fue Nicolás Jiménez Morán, que se fue el 10 de mayo: llegó al mundo 48 horas después del atentado por las heridas que sufrió su madre. La siguiente, en esta lista por edades, se llamaba Patricia Rzaca. Falleció en brazos de su padre, Wieslaw, en uno de los vagones. La bomba los destrozó a ambos. Yolanda, la madre, fue la única superviviente de esta familia polaca y pasó dos meses ingresada sin saber lo que había sido del bebé. Era su milagro. Habían estado dos años buscando a Patricia.

Fue al abandonar el hospital cuando le dieron la mala noticia. Yolanda se enfrentó a su soledad, al agujero negro de su vida e intentó quitársela. Trabajaba como limpiadora y quedó como un barco a la deriva, sin empleo, sin marido, sin hija y con la costa de la locura a sotavento. El sacerdote que se ocupó de ella es hoy su pareja en Polonia, donde regresaron hace dos años. La absurda sospecha del escándalo de esta unión le pesa lo suficiente como para no querer hablar en este reportaje. Tienen dos hijos.

La calle Téllez es un monumento al paso del tiempo. El muro que saltaban los heridos aquella mañana es hoy un poco más alto. La verja está poblada de plantas trepadoras peladas por el invierno. Las únicas flores que no están secas son las de plástico. Se puede leer una esquela desde la que mira el albañil rumano Budi Tibor (1967-2004). Al anochecer, los trenes pasan por allá preñados de luz naranja en trayectorias lineales y lentas, como cometas mudos, como si no quisieran despertar a los fantasmas ni recordar a los vivos lo que allí pasó. Los críos de entonces son ya pibes que sacan al perro, comen chuches y arreglan el mundo sentados en los bancos como todos los pibes del mundo.

"Soy indestructible"

«Él iba corriendo con la cara ensangrentada, se tapaba las orejas con las manos y gritando que no oía, ni veía». El rosario de heridos fue entrando en el polideportivo Daoiz y Velarde. Natalia Montero -18 años, estudiante de Filología Árabe- y su hermana de 4 años asistieron al desastre con unos ojos vírgenes de horror hasta entonces. Retumbó el edificio y encontraron el patio de la 'urba' sembrado de trozos de metal. Como los demás, no entendían nada. «Me costaba dormir. Durante mucho tiempo tuve pesadillas con ese día. Tenía miedo. Mis padres nunca me hablaron sobre esto. Supongo que fue para protegerme. Yo tampoco he hablado del asunto (guarda silencio). Creo que es la primera vez que cuento esta historia».

En los dos primeros años, el departamento de Salud Mental de la Comunidad de Madrid atendió a 280 menores por diferentes desórdenes psicológicos. A día de hoy, muchos de ellos siguen en tratamiento, pero los técnicos de las asociaciones de víctimas no consideran oportuno que ninguno de ellos participe en este reportaje. Son una generación herida.

Vera de Benito recuerda el último beso de su padre, Esteban, la noche del 10 de marzo en el salón. Daban 'Crónicas Marcianas'. Aún sabe cómo olía y guarda su tacto en la piel. También recuerda un ruido frente a su casa en Santa Eugenia y a su madre en el salón intentando hablar por teléfono. Más tarde supo que llamaba a su padre, técnico de telefonía, que acababa de subirse al tren. Vera, de 9 años, y su hermana de 4 pasaron a ser dos de los 97 huérfanos de los atentados. «Papá está en el cielo», le dijeron. Sonríe en la Gran Vía ante la cámara de Elvira Megías y la gente le hace bromas. Nadie se imagina por lo que ha pasado.

- ¿A qué se parece lo que viviste?

- ¿Sabes esa sensación de saltar y caer al vacío? Pues dura varias semanas.

Pasó tres años en terapia y lloró un mar entero a escondidas. Nadie le explicó nada de lo que había ocurrido. «Hasta que tuve 13 años estuve viendo periódicos y televisión para hacerme una idea de lo que ocurrió de verdad. Después comprendí que todo se debió a la no retirada de las tropas de Irak. El Gobierno de entonces se pasó por el forro las amenazas de Bin Laden y las protestas del pueblo. No me hubiera venido mal que alguien me explicara las cosas».

Ya se estaba haciendo periodista, ahora cursa primero de carrera y hace prácticas en la 'Cadena Ser'. «He entendido que los terroristas no se merecen ni un solo pensamiento mío. Ahora soy indestructible».

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Vera de Benito tenía 9 cuando perdió a Esteban, su padre. ' Está en el cielo', le dijeron. / Elvira Megías

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