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Cuatro avisos... y ni caso
Actualizado: 16:08

Diez años del 11-M

Cuatro avisos... y ni caso

Un portero de un club de alterne que entrenaba serpientes, un traficante de hachís, un confidente de la Guardia Civil y un testigo del que no trascendió su identidad denunciaron entre 2001 y 2004 la existencia de tráfico de dinamita en Asturias. Nadie logró pararlo. Hasta que explotó

10.03.14 - 16:08 -
Cuatro avisos... y ni caso
Vista panorámica de Mina Conchita. / Archivo

Nadie mueve sus curvas al son de la música como 'Eva'. 'Eva' era el nombre de una espectacular hembra de 'molorus bibiatus', una serpiente pitón albina adiestrada para espectáculos de striptease por Francisco Javier Lavandera. «Si me ha atacado alguna vez, fue por mi culpa», la justificaba este testigo protegido del 11-M, cuya sangre fría, como la de los reptiles, no pasó inadvertida para el psicólogo encargado de observarle durante uno de los careos organizados por Juan del Olmo, el juez instructor del atentado. «Tranquilidad, serenidad y sin muestras de nerviosismo. No alzó la voz en ningún momento», destacó en su informe. Lavandera acababa de carearse con Antonio Toro Castro, un tipo de Avilés que hasta entonces había sido sospechoso de traficar con cualquier sustancia, pero que en este caso rendía cuentas por vender explosivos. Lavandera no solo mantuvo el pulso, también los argumentos en éste y otros muchos interrogatorios y declaraciones judiciales.

Años antes de este ir y venir por los tribunales, los vecinos del barrio donde criaba a 'Eva' salieron un buen día a la calle y esa protesta me llevó a un sofocante local lleno de terrarios, repletos a su vez de reptiles, y vigilados por dos perros rotweiller. Fue mi primer contacto con Lavandera. «Las serpientes necesitan calor, de ahí la temperatura de esta sala», me explicó. No volvimos a vernos hasta después del 11 de marzo de 2004. Concretamente, el día 25 de ese mismo mes, hace ahora diez años, cuando al descubrir en la tele la cara de José Emilio Suárez Trashorras recapituló. Viajó mentalmente en el tiempo hasta 2001, a la sala de fiestas Horóscopo (Gijón), donde su 'Eva' bailaba con las gogós del show principal y donde este vigilante minero, el asturiano condenado por la masacre, le había ofrecido explosivos. El primer aviso del que se tiene constancia sobre el tráfico de dinamita ilegal en Asturias lo da precisamente este encantador de serpientes, entonces portero del local de alterne del que resultaron ser clientes Toro y su cuñado, José Emilio Suárez Trashorras.

Podían conseguir dinamita a mansalva porque Suárez Trashorras había trabajado en Mina Conchita, donde el tema de los explosivos era un desmadre. Lavandera no hizo mucho caso a aquella oferta («me pareció una fantasmada») hasta que una mañana, a plena luz del día, Toro le mostró el maletero de un Xsara cargado de cartuchos de goma 2. «Querían demostrarme que lo que me decían era verdad». Y lo lograron. Lavandera acudió entonces a la Comisaría de Policía, pero nadie le hizo caso y de su denuncia ni siquiera se realizó un informe. Su segunda llamada fue a la Guardia Civil. Jesús Campillo andaba liado con el Servicio de Información, del que era sargento. Ya se sabe: falta de medios, falta de personal... pero le atendió con interés y grabó la conversación en una rudimentaria casete que tras los atentados del 11-M se convertiría en una vergonzosa prueba para los cuerpos de seguridad.

En realidad, la Benemérita había llegado a activar una operación a la que bautizó 'Serpiente', pero la investigación se cruzó con otra que tenía puesta en marcha la Policía y que se dio por cerrada justo un mes antes. Se trataba de la conocida como 'operación Pipol'. En ella, los grupos de Estupefacientes del Cuerpo Nacional de Policía de Gijón y Avilés, que trabajaban conjuntamente, celebraron su éxito al encontrar un importante alijo de drogas en un garaje de Avilés. Detuvieron a 19 traficantes que habían logrado introducir en el Principado más de 100 kilogramos de cocaína, además de hachís y pastillas psicotrópicas. La historia era lo suficientemente buena como para distraerse con 16 cartuchos de goma 2 ECO y 94 detonadores que aparecieron junto a las drogas. Los agentes llamaron a los Tedax y estos destruyeron la dinamita sin levantar un informe sobre su procedencia y sin que el juez que instruyó la causa abriera diligencias. La prueba se volatilizó, pero entre los 19 detenidos figuraban otra vez dos nombres que reiteradamente se repetirán a lo largo de esta historia: Antonio Toro Castro y José Emilio Suárez Trashorras, y aún así la Guardia Civil dio por investigado lo que la Policía no investigó y unos por otros dejaron que el caso de la dinamita se diluyera sin más consecuencias.

El marroquí juerguista

El segundo aviso fue archivado con el sello de «información pasiva». José Ignacio Fernández Díaz, alias 'Nayo', se encuentra huido de la Justicia y vive, según cuentan, al sol de Santo Domingo. También él había caído en la famosa 'operación Pipol'. Socio de trapicheos de Toro y Trashorras, el 'Nayo' recibió una mañana en la prisión de Villabona la visita de la policía. Él había rogado con insistencia, a través de su abogado, que le escucharan. Quería cantar 'la traviata' de lo que sabía sobre sus dos colegas a cambio de una rebaja de condena. Corría abril de 2002. La Policía envió perros adiestrados a una finca en la que 'Nayo' garantizaba que Trashorras tenía un zulo con hasta cuatrocientos kilos de dinamita, pero el olfato de la unidad canina tampoco sirvió para nada. Así dieron por cerrado su informe los agentes: «Por no poder determinar los extremos de la información dada la antigüedad de la misma pasa a información pasiva». Fue el segundo carpetazo al tráfico de dinamita.

El tercero se lo daría la Guardia Civil incluso después de haber tenido una muestra de explosivo entre las manos. En escena irrumpe un marroquí juerguista, rey de la noche madrileña, alejado al menos en su modo de vida de los preceptos islamistas radicales, y tan indomable que hasta el juez Javier Gómez Bermúdez le expulsó de la sala en varias ocasiones durante la vista oral del 11-M. Rafá Zouhier es una ametralladora descontrolada: «Superinocente, señoría» dispara una y otra vez ante un juez o ante quien quiera escucharle. Siempre argumenta lo mismo: «Yo avisé». Y por eso cuando salga el próximo 16 de marzo de prisión tras cumplir diez años de condena solo verá el cielo abierto en parte. «Me odian los españoles y me odian los marroquíes», lamenta, «pero yo alerté de esa peligrosa relación entre 'moritos' y asturianos». Efectivamente, las revelaciones de Zouhier provocaron dos informes de la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil. Uno data del 17 de febrero de 2003 y otro, del 6 de marzo de ese mismo año. «Es como si te avisan para que cubras una gran noticia -porque es usted periodista- y tiene cámaras y material para ello y no hace nada y pasa lo que pasa y para no quedar mal ante sus lectores y compañeros intenta destruir los informes y me echa la culpa a mí diciendo que no avisé», me contó en una de las cartas que me enviaba al periódico desde la prisión El Puerto de Santa María.

Antes de su internamiento en Cádiz, Zouhier había coincidido con Toro en el gimnasio del módulo 8 de la prisión asturiana de Villabona, en el que ambos se machacaban a diario para matar el tiempo. Era habitual verlos pasear por el patio y charlar a menudo entre risas, al fin y al cabo tenían muchas cosas en común: el gusto por las noches en vela, los coches rápidos, las chicas, las pesas, el hachís... Y entonces Toro tampoco dejó escapar la ocasión de hacer negocio. Le contó que podía conseguir explosivos a través de un pariente minero y, una vez en libertad, las conversaciones en torno a la dinamita continuaron porque le presentó a ese pariente. Se trataba, una vez más, del novio de su hermana, Trashorras. A finales de 2002, el exminero le entrega una muestra de explosivo y el marroquí le traiciona y se la enseña a sus controladores de la UCO como prueba. Sin embargo, algo en la fluida comunicación entre la Guardia Civil y su confidente se interrumpe justo en el año en que se preparan los atentados. Ese silencio le condenará: consta que en octubre de 2003 resultó herido en las manos tras estallarle un detonador: «Me dijeron que la goma 2 se coloca en el detonador y poniendo la pila explota», y así fue. Y consta también que es a finales de ese mes cuando le presenta a Trashorras a Jamal Ahmidan, un personaje siniestro que se desvelará como un suicida yihadista el 3 de abril de 2004 en aquel piso de Leganés que saltó por los aires. «Es muy religioso, supongo que se levanta a las cuatro para rezar... Alá y todo ese rollo, no bebe alcohol y ya no roba», dijo a la Benemérita cuando los atentados del 11 de marzo le hicieron sospechar de que solo una persona como Ahmidan podía estar detrás. Su aviso entonces llegaba demasiado tarde.

La cuarta alerta también salió de Villabona. Ignacio P. M., que se mantiene como testigo protegido, contó a la UCO que Toro vendía explosivos y había estado negociando con unos jóvenes de ETA, aunque al parecer la operación no cuajó porque temió ser engañado. Este chivatazo tampoco llegó a buen puerto.

La cuenta atrás del atentado estaba en marcha cuando los ansiados compradores aparecieron. La dinamita llegó a sus manos la noche bisiesta del 28 al 29 de febrero de 2004. Hubo cuatro avisos y tiempo suficiente para poner freno a esta sinrazón, pero nadie los escuchó.

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