Francisco Robles - NO DO

Demolición de un agujero

El hundimiento del acuario es la demostración palpable de la saturación a la que ha llegado este modelo de ciudad

Francisco Robles
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La mayor paradoja que ha leído este humilde cronista no aparecía en un verso pulido por el esmalte gongorino, ni en uno de esos retruécanos con los que el tocayo Quevedo llevó a nuestra lengua hasta el límite de la tensión semántica. La nieve fría de los barrocos o la soledad sonora de los místicos se vio superada por el albarán de un albañil. Tras un trabajo doméstico en casa de un vecino, vulgo chapú, el alarife superó a los grandes poetas que ha dado la humanidad con un oxímoron definitivo: demolición de un agujero. ¡Toma ya!

Si demoler un agujero es metafísicamente imposible, hundir un acuario se aproxima bastante a esa contradicción total. Pues eso es lo que está sucediendo en esta ciudad sureña que perdió el norte después del atracón de la Expo y que ahí sigue, dando bandazos sin saber hacia dónde va.

Durante estos años de crisis, todo jerarca que se precie se apunta a ese binomio que forman el comercio y el turismo, el escaparate y el velador, el ocio convertido en negocio. Aquí presumimos del sentido de la medida, y ponemos como ejemplo la perfección áurea del paso de palio o la armonía efímera de la caseta de Feria. Pero a la hora de la verdad nos volvemos noveleros, como ya nos advirtió el sabio José Antonio Maravall en La Cultura del Barroco. Somos barrocos, y por eso sabemos que el conservadurismo a ultranza necesita el equilibrio de la novelería. De ahí el gusto por los cotilleos cofradieros sobre cambios de capataces o repertorios de las bandas de cornetas y tambores: conservar una fiesta que cuenta sus aniversarios por centenarios para esto…

El hundimiento del acuario que tanto tiempo se tardó en abrir es la demostración palpable de la saturación a la que ha llegado este modelo de ciudad que ni es modelo ni es ná. Lo hemos repetido mil veces, y lo seguiremos haciendo hasta que los barandas que mandan se enteren de una vez. Sevilla no tiene que buscar ningún modelo porque ella misma es el modelo. Por eso se cargan su esencia los que quieren convertirla en un parque temático al aire libre. Como si nos hiciera falta el cartón piedra. Como si nuestra historia milenaria fuera un invento de antier por la mañana. Como si pudiéramos vivir del sagrado turismo a estas alturas de la película, con un área metropolitana que rebasa el millón de habitantes en cuanto te encajas en el Aljarafe.

Ese acuario hundido hasta las cejas de las deudas, vulgo trampas o muñecos, representa el absurdo de esta huida hacia delante. Estamos saturados de ocio. ¿Cómo podemos tragarnos esa pamema de los puestos de trabajo que van a crear tantos proyectos de complejos de ocio, de centros comerciales, de veladores a tutiplén, de gastrobares enlutados donde se dan cita el queso de frambuesa y el rulo de cabra, o viceversa? Alguien tendrá que poner el límite de la sensatez a este desmadre. Alguien con esa capacidad rayana en el pensamiento astrofísico que exhibía el albañil que facturó la demolición de un agujero. Hay que demoler al agujero negro que está tragándose la luz de Sevilla antes de que sea demasiado tarde.

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