LA TRIBU

Viene de viejo

No digo ni pío de las comuniones de ahora. Esto del dinero viene de viejo

Celebración de una primera comunión ABC
Antonio García Barbeito

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Me ha llamado la atención mi memoria, y me ha dicho que soy olvidadizo cuando escribo con intencionada crítica sobre las primeras comuniones de hoy. Mi memoria me dice como si me signara el miércoles de ceniza: «Memento, homo…» Sí, eso mismo, que recuerde, pero no lo del «polvo eres…»; no. Me dice que además del Ropero de Santa Rita, de las muchachas de Acción Católica, del desayuno para todos a base de chocolate a la taza y pasteles, hable de lo que más alegraba a los niños de mi tiempo infantil cuando hacían —tomaban— la primera comunión. Mi memoria me lo dice porque yo digo que en las comuniones de hoy Dios se pierde entre cajas de regalos, menús carísimos en un banquete que deja chica cualquier boda y, en fin, en todo el aparato que rodea la ceremonia civil del niño —o la niña— que acaba de comulgar por primera vez. Los niños, he dicho muchas veces, lo que más celebran es la hora de los regalos, mucho más que el momento de la Gracia de Dios. Y mi memoria me insiste en que no me olvide de lo esencial entonces para los chiquillos, si no —me dice al oído—, por qué los vestidos de la primera comunión de las niñas llevaban colgando una limosnera...

Como en aquellos versos para una buena comunión, con el cuarto verso mal medido, —«Examen de conciencia, dolor de corazón, propósito de enmienda, decirle los pecados al confesor y cumplir la penitencia», digo que me confieso sin dejarme nada atrás: las preguntas que hacíamos los chiquillos a otros niños que ya habían tomado la primera comunión era, primero, cómo se soportaba la ayuna de doce horas —qué horror, niños— que teníamos que guardar, cuántos pasteles podías comerte en el convite y cuánto dinero se cogía esa mañana. Yo había visto cómo a mi hermano José le daban dinero cada vez que entregaba una estampita —un día lo llamé «el timo de la estampita»—, y ya tenía hechos mis cálculos. Llevaba los bolsillos llenos de pesetas, algunos duros, monedas de dos y de diez reales, mezclados con trozos de algún pastel que me encargó mi hermano, y cuando llegué a mi casa y conté ¡era rico! En la caja de zapatos donde metí las monedas había 248 pesetas. Con ese dinero yo podía comprar los juguetes que nunca tuve. Pero mi madre había pensado en los «juguetes» de la trampa en la tienda, y quiso engañarme diciéndome que aquel dinero era para la fotografía de estudio que me harían en Sevilla. No recuerdo qué pasó, pero sí recuerdo que la única «gracia» que noté ese día fue el sonido del dinero en la caja de zapatos. Exactamente, igual que hoy. Así que, confesado esto, no digo ni pío de las comuniones de ahora. Esto del dinero viene de viejo.

antoniogbarbeito@gmail.com

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