¿Por qué seguimos viendo eurovisión?

El festival televisivo es el cordón umbilical que nos une con nuestra larga tradición de derrotas y frustraciones

Manuel Contreras

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El pasado sábado se consumó la más ancestral tradición de la televisión española, el ridículo eurovisivo. El desastre era previsible, dado que las apuestas no daban crédito alguno a la candidatura hispana, una pareja ñoña -lo de pareja parece parte del montaje, ya que se ha roto 24 horas después de la gala- con una canción almibarada. No obstante, ni las oscuras perspectivas ni la propia torpeza del chaval, que regaló a su compañera el libro «España de mierda» días antes de representar al país ante Europa, se tradujeron en una retirada de la audiencia, que respondió masivamente -7,1 millones de espectadores, 43% de cuota de pantalla-a la cita televisiva.

¿Por qué esta fascinación por un concurso casposo en el que no tenemos opciones? Tengo para mí que el secreto de Eurovisión está precisamente en la fustración, en la certeza del batacazo. En las últimas décadas España ha crecido mucho: nuestro país es la cuarta economía de la zona Euro; lideramos el turismo a nivel mundial; tenemos las ingenierías más importantes del mundo, a las que han confiado las más complejas obras del momento: el AVE Meca-Medina, el canal de Panamá, el Metro de Riad, el de Estocolmo. Somos el primer país del mundo en reservas de la biosfera y tenemos el mayor número de banderas azules. Somos referente mundial en trasplantes de órganos, nuestra sanidad está en el top ten mundial, y sólo un país, Japón, tiene mayor esperanza de vida. España es el primer exportador del mundo de frutas y hortalizas frescas, somos los segundos en producción de vehículos en Europa y tenemos la segunda red ferroviaria más larga del mundo. En el deporte nuestras selecciones nacionales han logrado gestas impensables y deportistas españoles se han situado entre los mejores del mundo en sus disciplinas. Un progreso fulminante difícil de digerir en un país que apenas había conocido momentos de prosperidad desde la caída del imperio.

Eurovisión es el cordón umbilical que nos une con nuestra larga tradición de derrotas y penalidades, el último reducto del fatalismo crónico patrio, la postrera erupción del virus pesimista que infecta nuestra conciencia. Es una cita inane que activa nuestro ADN de perdedores, cada vez menos dominante. En este escenario de crecimiento y éxito, el festival de la canción representa el regreso al seno materno de nuestra verdadera esencia, el reencuentro con el gatillazo, con la decepción, con la inveterada costumbre de equivocarnos. Ahora que somos razonablementes competitivos a nivel mundial, Eurovisión es la zona de confort, el breve momento de relajo en el que uno deja de fingir y permite entregase a los defectos que combate durante el resto del tiempo. La humillación fútil que nos recuerda de dónde venimos y nos ofrece perspectiva para valorar lo que hemos mejorado en los ámbitos importantes. La dulce derrota que reconforta.

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