OPINIÓN

Ceguera

Hoy me he desayunado con el debate en el Senado previo a la constitución de la comisión para la aplicación quirúrgica del 155

Ramón Pérez

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Hoy me he desayunado con el debate en el Senado previo a la constitución de la comisión para la aplicación quirúrgica del 155. Tras escuchar al Presidente y Vicepresidenta del Gobierno y a los representantes de los distintos grupos de la oposición, la conclusión es clara. Todos están instalados en la seguridad de que, en última instancia, quitándome allá las pajas de la lealtad constitucional o de la proclamación de la República Catalana, actúan sin otras miras que la defensa de la democracia.

En definitiva cada uno afirman defender la suya como una causa ajustada a los derechos de los ciudadanos y exorcizan las tesis contrarias, ya sea con los amuletos de la legalidad o bien con los del dictado de las urnas. ¿Pudiera darse la paradoja de que tanto unos como otros tuvieran razón, estando, al mismo tiempo, todos equivocados?

Bien pudiera darse el caso. Así suele ocurrir cada vez que nos creemos en exclusiva en posesión de la verdad, rechazamos los argumentos del otro y esgrimimos la certeza no sólo de ver con diáfana claridad la situación presente, sino incluso la de tener el control sobre los acontecimientos futuros. Justo la clarividencia, igualmente paradójica, que otorga la ceguera. Sé que interpretar el papel de cada uno transmitiendo máxima credibilidad es un principio al que ha de atenerse todo buen actor y, eso mismo, a los políticos les va incluido en el sueldo. Pero una cosa es meterse en la piel del personaje y otra muy diferente confundir las ficciones de la conciencia sobreexcitada con la realidad social.

Y lo cierto es que no hay forma de forjar esta realidad sin contar con el punto de vista del otro, tanto en su calidad de aliado como de oponente. Pretender construir lo común desde un ángulo exclusivamente individual, ya sea como persona o como grupo apiñado en torno a una idea o unos determinados intereses, es caer en una especie de absurdo solipsismo que no conduce a nada. No somos nosotros quienes nos damos forma a nosotros mismos con los materiales de la inteligencia, el esfuerzo y la voluntad propia. La argamasa que da consistencia a todo eso, en última instancia, es el hecho de que el otro lo comprenda, lo acepte tal cual, lo rechace o lo corrija. El entramado social se teje en base a estos acuerdos y desacuerdos incesantes. Cada uno de nosotros sólo es un nudo comunicativo precariamente atado con los mismos hilos de esa red.

Así, tanto las personas concretas como los partidos políticos, formamos parte de un entramado en continuo cambio y, por si esto fuera poco, sometido a los caprichos del azar. Nuestra perspectiva interior en esa red es equivalente a la ceguera, pues no somos capaces de ver ni su extensión ni su evolución futura, por más Presidente del Gobierno o President de la Generalitat que se sea. Colocarse frente a la ciudadanía señalando, en castellano o catalán, el camino seguro a la Tierra Prometida no pasa de ser un gesto prepotente que más que prestar un servicio público, busca apuntalar la figura del profeta. Quizás por ello, en todas las mitologías, los adivinos suelen ser ciegos.

Tanto nuestra Constitución como la tan cacareada voluntad popular expresada en un referéndum de opereta, que puede tener cierto valor simbólico pero no jurídico, son también nudos en aquella misma red. Entre todos debemos procurar que se continúe tejiendo sin esas trágicas rasgaduras que se suelen llevar muchos nudos por delante.

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