El fin del mundo

Esto sí que altera el orden inmutable de la naturaleza

Luis Ventoso

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Hay ciertas cosas que se daban por supuestas: el sol sale siempre por el Este, «pienso, luego existo», el fuego quema, las tostadas caen indefectiblemente del lado de la mermelada, E=mc2, el Nilo recorre Egipto, la Tierra orbita alrededor del Sol... y Keith Richards no pasará un solo día limpio de espirituosos. Tal era hasta ahora el orden inalterable de la naturaleza. Pero algo ha cambiado. Ha acontecido un imposible. A sus 74 años, Richards, el Laboratorio Humano, ha revelado que tras 60 años en el frente del alcohol y las drogas lleva dos meses a secar: solo café y su cigarrito permanente en las comisuras de unos labios agrietados. «Las drogas se han vuelto flojas y aburridas», proclama socarrón el más irredento feligrés de Baco. Hablamos de un tipo que a los 62 años se cayó de lo alto de un cocotero y se partió la crisma en una juerga en las islas Fiyi (un neurocirujano de bisturí muy oneroso hubo de abrirle la tapa de los sesos para reparar daños). Chalado extravertido, al año siguiente ya se ufanaba de haberse esnifado una porción de las cenizas de su progenitor, que en vida había sido un cervecero portentoso.

El milagro no es que Richards lleve dos meses sin trasegar gota. El prodigio radica en que haya cumplido 74 abriles, que siga respirando. En los años sesenta surcó España en un Bentley que dejaba a su paso una nube de cannabis, llevando a bordo a la novia que le había guindado al desagradable Brian Jones. En los setenta se dejó toda la dentadura -y media chaveta- por sus estupideces con la hipodérmica. En febrero de 1977 fue detenido en un lujoso hotel de Toronto con un paquete de heroína . Un escándalo mundial, porque una de sus compañeras de farra de aquellos días canadienses resultó ser la iconoclasta Margaret Trudeau, para más señas la esposa del primer ministro (y madre del actual). Le cayeron siete años de trena, que tuvo la chiripa -y los buenos abogados- de no llegar a cumplir.

Pero todas estas batallitas del añejo rock autodestructivo no deberían llevar a confusión. Nadie dura tanto haciendo constantemente el cafre, ni acumula una fortuna de 340 millones de dólares. Hay mucha fachada epatante. Richards, el alma de los Rolling Stones -aunque cada día toca peor-, es en esencia un músico de blues, enfrascado todavía en su arte con la ilusión de un pipiolo. Se apeó de la heroína en 1979 y lleva 35 años casado con su segunda mujer, con la que mora en una elegante mansión de Connecticut. Lector compulsivo, guarda allí una soberbia biblioteca, en la que se pasa horas. La coraza del más irreverente de los provocadores del rock oculta a un sentimental, que además adora los libros, porque le abrieron la cabeza cuando era un niño de familia pobre en la posguerra suburbial del Sur de Londres . Aquel chaval flaquito de orejotas de soplillo se pasaba horas leyendo. De manera improbable, Richards nos ha legado la definición más bonita que conozco de lo que es una biblioteca: «El sitio donde se intuía que existía un lugar llamado civilización».

Solo por esa frase (y el por el arranque de «Gimme Shelter») el pirata arrugado se merece licencia sabatina para recaer con un par de pintas.

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