Juan Gabriel

Nada más zafio que llamar la atención con borderías

Luis Ventoso

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Hijo único de una familia barcelonesa de orígenes andaluces, en su casa de chaval lo llamaban Juan Gabriel, nombre de cantante de rancheras que sus amiguetes dejaban piadosamente en Juanga. En cuanto al apellido, Rufián , todo indica que en su caso imprime carácter. Su señoría busca a codazos su minuto de tele, poniéndose borde en el Congreso y esgrimiendo quincalla desde su escaño: una impresora, un cartel, unas esposas... Pronto habrá que habilitar una vitrina para los artículos de atrezo de Juan Gabriel y rifarlos en Navidad en una tómbola de la ANC. Gas pimienta. En seis o siete años nadie lo recordará. Habrá acumulado un dinerillo que jamás le habría pagado empresa alguna y caerá en los anales polvorientos de los bufones de las Cortes . Todo está inventado, Juan Gabriel. No te esfuerces, que no vas a superar al caballo de Pavía. ¿Quién se acuerda hoy de Jon Idígoras , batasuno novillero y chiquitero, que en los noventa armaba pollos de escenografía y eslóganes similares? Los filibusteros parlamentarios pasan. España sigue.

Juan Gabriel va de moderno. Paradójicamente, todas sus vitolas de modernidad huelen a naftalina. Se jacta de que en su despacho del Congreso tiene un tocata, la tecnología en que mi madre escuchaba a Tom Jones y Los Tamara. Presume, como si fuese una audacia vanguardista, de que compra vinilos de Led Zeppelin , venerables abueletes septuagenarios. Se quiere hípster, cuando la barba acicalada y el tupé en onda empiezan a ser moda periclitada. Viste camisetas de Mao, uno de los genocidas capitales del siglo XX. Es comunista, opción hedionda de terrible pasado, y también nacionalista, el veneno que abrasó dos veces Europa y ha vapuleado a Cataluña. Nuestro Juanga se muestra dinamitero en la cancha parlamentaria. Pero -ay- unos mofletes sonrosados, la cara redondita y los ojillos achinados delatan que en él todavía habita un niño grande, perplejo por haber accedido al mundo adulto y encima poder soltar bombas fétidas.

Rufián Romero estudió Graduado Social y curraba en una empresa de trabajo temporal (hecho que tardó en asumir públicamente). Es un burgués convencional: casado, con niña e hipoteca . Chico impetuoso, a su futura mujer, que lleva el catalanísimo apellido de Varela y estudió Literatura Española, la fichó en el metro y le entró pasándole un papelín con su teléfono. Trabajó diez años en la ETT, hasta que en fecha tan tardía como 2013, con 31 tacos, se afilió a una plataforma de ERC para castellanohablantes (chifladuras xenófobas del apartheid separatista). Rufián cuenta que sintió la llamada de « la revolución en marcha ». Casualmente estaba en el paro y ahora es un político profesional bien pagado. La ETT lo había echado por maulas: se escaqueaba a las tertulias mediáticas pretextando urgencias familiares.

Juan Gabriel no me interesa nada. No se ocupa de ninguno de los problemas de los españoles (que existen). Es un nieto de andaluces que habla en castellano, pero que abomina de los pérfidos españoles. Tiene un puré en la cabeza, muchos seguidores en Twitter y un pronto rufianesco. Pobre Tardá, que lo tiene al lado en el escaño. Hasta la mismísima Margarita Robles semeja más grata compaña.

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