El conductor de bus que protagonizó una historia de solidaridad y consuelo

Nuestra mejor versión viajaba en un vehículo de la EMT

Mayte Alcaraz

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Hay vida, incluso muerte, más allá del perímetro de nuestra nariz de periodistas o de las alcachofas televisivas a las puertas del Congreso. Hay vida, incluso muerte, extramuros de la patochada semanal de Rufián o de los corruptos de ida y vuelta a la cárcel. La hay incluso cuando el Ibex echa el cierre o cuando Puigdemont se recoge en su guarida belga o cuando Rajoy se reivindica como el John Wayne desenfundando una 155. Anteayer, esa vida y esa muerte gemelar se hizo presente en un autobús municipal de Madrid, haciéndose sitio a codazos en la agenda pública en la que no caben pequeñas historias, solo Historia pequeña.

Era la hora del almuerzo cuando a un conductor de autobús la muerte de su padre le mandó llamar. Un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida, un empujón brutal le derribó como al poeta de Orihuela tras la muerte de su amigó Sijé. Pudo seguir hasta la plaza del Callao dirigiendo el autobús de la línea 147, incluso pudo simular una indisposición física para reclamar a un inspector ser sustituido por un compañero, pero eligió compartir con los viajeros su infinita levedad, su brutal condición humana, que a veces le obliga a uno a replicar la duda de Roa Bastos: "No se ha sabido nunca si la vida es lo que se vive o lo que se muere".

Como si fuera un cuento de Dickens en el que todos los Scrooge se hacen buenos, los viajeros cambiaron la hoja de reclamaciones por una palmadita reconfortante, un pésame como los de pueblo en un duelo. Al igual que el chófer, tampoco ellos actuaron como marcan las crónicas de la vida desatenta en las ciudades, de la insolidaridad y soledad en las grandes urbes. La mayoría clientes del gran Imserso en que se está convirtiendo España, empatizaron con la extrema lividez del conductor de la EMT, aquel señor de mediana edad en quien seguro no habían reparado minutos antes, cuando les abrió la puerta hidráulica y animó a entrar hasta el fondo para que cupiesen en el autobús.

Del chófer nada han vuelto a oír, mas que devolvió el vehículo a las cocheras y gestionó que en solo un par de minutos todos estuvieran sentados en un nuevo autobús con destino a seguir viviendo. Quizá no lo sepan pero su gesto, sentimental y en el buen sentido de la palabra bueno, nos ha reconciliado con los mejores valores del ser humano y ha logrado trascender a las prisas, las esteladas y la subida de la luz. Cuando la rutina les vuelva a agarrar por los talones, cuando el padre descanse en paz, el hijo recupere el volante para sortear los atascos de Carmena, cuando los atribulados clientes del transporte público madrileño conviertan el imprevisto en un sucedido de abuelo Cebolleta para contar en las cenas navideñas, entonces se volverá a hablar de Puigdemont, el Scrooge de este cuento.

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