¡A las barricadas!

La estrategia y táctica de la izquierda es, desde Zapatero, agitar la calle con demagogia para causar crispación

Isabel San Sebastián

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El aire huele a elecciones y cuando tal cosa sucede es costumbre arraigada en la izquierda agitar la calle con demagogia. Ya lo dijo Zapatero poco antes de los comicios celebrados en 2008. "La tensión nos interesa". Se lo confesó al oído a Iñaki Gabilondo, aunque un micrófono indiscreto nos permitió conocer a todos el secreto que resumía su estrategia y su táctica. Una táctica y una estrategia que los años no han alterado, ni en las filas de este PSOE, ni mucho menos en las que agrupan a sus colegas de Podemos, hoy adversarios en las urnas, mañana aliados políticos en comunidades autónomas y ayuntamientos.

La crispación les interesa, pues es terreno abonado para la mercancía averiada que venden en forma de programa. La realidad se encarga de probar después, cuando alcanzan el poder a lomos de esas mentiras, que lo prometido era inviable. Pero como la memoria es endeble, nunca faltan reincidentes dispuestos a secundarles. La tensión social, hábilmente alimentada por sus voceros mediáticos, les brinda la oportunidad de aprovechar el descontento reinante en cualquiera de los colectivos enfadados por algún motivo. El ruido es su líquido elemento, porque gritar consignas resulta mucho más sencillo que argumentar en un debate. En la bronca se encuentran a gusto, ya que protestar sale gratis y no obliga a rendir cuentas.

La izquierda anda desarbolada e inquieta. No hay sondeo que no augure un descalabro sin paliativos a las huestes de Iglesias y un estancamiento alarmante a las que encabeza Sánchez. Los socialistas, lejos de recoger las papeletas perdidas por círculos y mareas, se ven relegados a la tercera posición, por detrás de Ciudadanos y del PP. Lo cual debe de ser duro de tragar, considerando el desgaste inherente a estar al frente del Gobierno y la impericia que se les supone a los naranjitos de Rivera. Terceros en la carrera, o cuartos, si hablamos de los podemitas, cuando tras las últimas generales estuvieron a punto de repartirse las carteras. ¿Qué hacer ante este desastre? ¿Cómo derrotar a los pronósticos? Recurriendo a la crispación, la agitación, el ruido. Las armas de siempre. Las que volvieron a emplear en mayo de 2011, con esa movilización presuntamente destinada a denunciar los estragos provocados por la crisis entre los más desfavorecidos. Una acampada masiva instalada no a las puertas de La Moncloa, donde sentaba sus reales responsables un presidente del PSOE, sino frente a la sede de la Comunidad de Madrid, gobernada por los populares. Hay maniobras tan flagrantes, tan burdas, que a una le sorprende que cuelen. Pero cuelan.

La lucha se libra hoy nuevamente en varios frentes. El 8 de marzo instrumentalizaron sin rubor el Día de la Mujer, con una huelga carente de justificación alguna, secundada por las damas más insospechadas (léase, privilegiadas) del escenario nacional, y una marcha rematada por un manifiesto delirante. El pasado viernes, terminales de Podemos se encargaron de incendiar el barrio de Lavapiés, exaltando el ánimo de los inmigrantes africanos residentes allí con un bulo miserable que imputaba a la Policía haber causado la muerte de un hombre a quien los agentes habían intentado salvar. Y, desde hace semanas, rojos y morados se disputan el voto de ocho millones de pensionistas, en flagrante violación del Pacto de Toledo, no solo prometiendo en vano, sino azuzando una rabia que nadie podrá calmar cuando se destape el engaño. Porque una cosa es predicar y otra muy distinta dar trigo. Claro que a ellos eso les da igual. Lo suyo es la propaganda, la agitación, las barricadas. Lo demás es lo de menos.

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