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Opinión

DOCTOR IURIS

Semana Santa, pasión de Cristo. Con los años que van transcurriendo, segundo a segundo, rápidos y temerarios, uno se va volviendo más propenso al 'ennui', que diría Baroja. La melancolía - «oh, melancolía», Silvio Rodríguez- vuelve siempre por cuaresma como la reposición televisiva de Rey de Reyes. En esta Semana Santa, como en todas las anteriores, veo los niños paseando de la mano de sus padres, llorando asustados frente a los penitentes, haciendo gigantescas bolas de cera, batiendo al aire las palmas con ropajes de hebreos, portando rojos cirios, y me recuerdan a mí mismo. Ese mí mismo vestido de negro y púrpura que salía en Misericordia los jueves santos, delante del Cristo. Con apenas 9 años no tenía la edad mínima exigida por los estatutos de la hermandad pero mi joven padre se había apuntado conmigo y fuimos juntos a recoger nuestras túnicas a un almacén lejos de casa. A mitad del trayecto procesional mi más joven madre intentaba siempre darme roscos de Semana Santa por dentro del capuchón del capirote. Yo me negaba a comerlos. Hacía auténtica penitencia. Con los años dejé de salir.
Vienen a mi recuerdo, también, los paseos con mis padres y con May, Pablo y Guille. Buscábamos la esquina bella, la calle estrecha, la carrera oficial. Íbamos a casa de mis abuelos, donde nos juntábamos con nuestros primos y mirábamos pasar las hileras interminables de penitentes desde el pequeño cierro que nos ofrecía vista de toda la calle. Pienso en mis abuelos, que siguen en esas noches santas dándome catas de jamón serrano, uno, o una moneda de cien pesetas - «para que vayas al cine»-, otra. Luego cambiaron la carrera oficial de sitio. Y mis abuelos se fueron. Y el cierro cerró. Por las noches de algunos días de esta semana eterna mi padre y yo escapábamos juntos, abrigados con vehemencia, a ver recoger pasos imbuídos del aroma del incienso. Visitábamos la casa de Loli y Enrique. Nos daban a probar sus deliciosas torrijas antes de dar el encuentro a la procesión que pasaba por la calle de arriba. Recogida la Virgen, salíamos de la mano bajo la oscuridad de las luces de las farolas apagadas, a buscar a la Caridad por la calle Comedias. Antes de volver a casa, abrigados y con frío, nos reconfortábamos con tazones de chocolate en una cafetería entonces recién abierta, hoy recién en ruina.
Esa es la Semana Santa que revivo cada año. La que hace que afloren los recuerdos y con ellos la melancolía. No es porque aquéllos no sean buenos sino porque pasaron y no volverán, porque nuestro futuro será mañana pasado y sólo quedará esta semana anclada en la memoria de unos tristes afortunados. Esta semana eterna que, como Cristo, siempre acaba resucitando.

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