París se echa a la calle contra el miedo

Los jóvenes se reúnen y cantan en los lugares atacados para demostrar que no claudican ante los terroristas

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El «Pray for Paris» levanta reticencias: era el eslogan de una marca de camisetas; el mundo jibarizado de los eslóganes en 116 caracteres tiene esos problemas. Pero no es eso. Lo que hiere en el llamamiento a rezar por París es su incompatibilidad con la apuesta hecha aquí tras la matanza: la serenidad estoica de no alterar ninguna de las rutinas diarias. Porque aceptar que se alteraran sería regalar una victoria al enemigo. Se llora a puerta cerrada. A puerta cerrada, se reza. En el silencio impermeable de la vida privada, cuando la luz y las cámaras se apagan. Cuando un hombre queda a solas con su vida. No, no recéis por París. Rezad porque, cuando a vosotros os toque, sepáis ser igual de duros.

Porque en esa dureza se juega la decisión de combatir: la decisión testaruda de ser libres.

Contra el empalagoso «Pray for Paris», tan parecido a una súplica, se ha abierto paso el acerado «Même pas peur», «Ni miedo siquiera», que, al final, invade el París de estos días. Da cuenta de lo principal. El terror yihadista busca producir, por encima todo, pánico. No le vale matar de cualquier modo. Debe hacerlo en las variedades más irracionales, más crueles, aquellas que dejen más helado de terror al enemigo.

Los jóvenes supervivientes del Bataclan han visto asesinar a sus amigos en el curso de un concierto; han visto a unos descerebrados, sin más patrimonio que Corán y kalashnikov, rematar a quemarropa a los heridos, con el solo objeto de sembrar el pánico ante Alá. La respuesta no puede ser una plegaria; eso equivale a rendirse, en tal contexto. La respuesta es un grito de combate: habéis asesinado a 130 de nosotros; y ni siquiera nos habéis dado miedo. En carteles, en pintadas, en octavillas o escaparates, el grito de los parisinos no llama a la piedad. Y eso es ya una proclama de victoria: …Ni miedo siquiera… Habéis impuesto muerte. Miedo, no. Somos igual que siempre. Y acabaremos con vuestra triste práctica de siervos de la desdicha. Acabaremos con vosotros. En lo simbólico igual que en lo material: en la fiesta como en la guerra…

El viernes 20 de noviembre, a las 22:20, se cumplía una semana exacta de la matanza del Bataclan. El jefe del comando salafista, Abdelhamid Abaaoud, está muerto. Muertos los ejecutores, con la sola excepción de Salah Abdeslam. Francia se ha declarado en guerra contra Estado Islámico y bombardea con repetida constancia sus posiciones en Raqqa. Todo el continente –no sólo Francia– vive ahora bajo la amenaza de los miles de combatientes armados que han retornado a Europa tras su experiencia militar en Irak y Siria. Es la hora –y no sólo en París– de tragarse el propio miedo y luchar. O bien rendirse y poner la nuca.

«¡Ni miedo siquiera!» Son muy jóvenes los que han ido reuniéndose, en la pasada noche de viernes y madrugada del sábado alrededor de los lugares del asesinato. Las velas siguen siendo renovadas, las flores… Pero se quiere que ésta no sea la noche del dolor, sino la noche de la fiesta que interrumpieron los tarados del Corán y el kalashnikov, hace ahora exactamente una semana. Una «noche de luz y ruido», dice la voz que ha ido corriendo por las redes.

Por los amigos muertos

Hay un problema. Casi insalvable. París está –lo está toda Francia– bajo estado de emergencia, apenas a un paso del estado de sitio. Y las manifestaciones han sido prohibidas: el riesgo se juzga todavía demasiado alto para bajar la guardia. Pero, de boca a oreja, de facebook en twitter, los más jóvenes se han ido autoconvocando. Quieren decir que ellos no tienen miedo. Que nadie matará su fiesta. Que esta noche va por ellos: por los amigos muertos.

No es sensato, desde luego. Lo sensato es aguardar al homenaje nacional del día 27 en la explanada de los Inválidos, que puede ser la mayor manifestación de la que se tenga memoria en Francia. No es sensato lo de esta noche. Pero ellos están ahí. Y, aunque la sombra de la desolación se transparenta casi en su sonrisa y en sus cantos y en ese piano que sigue sonando, perseveran todos en su determinación. Entre los cientos de pequeños carteles a rotulador, sobre la acera que cubrieron los cadáveres, destella esta invitación gozosa: «Beaujolais (un vino joven), salchichón y Spinoza para todo el mundo». Placer e inteligencia. Para todos. Lo que el islamismo mata.

Cantos alegres

Hace frío y llovizna. Y yo estoy ya demasiado mayor para festejar gran cosa. Sonrío a esos muchachos que se esfuerzan en cantar cosas alegres. Me pierdo, perezoso, hacia el metro «République». Me esfuerzo en recordar literalmente las palabras de aquel Baruch de Spinoza que ensalzaba, igual que éstos, la fuerza de la inteligencia y la alegría: «Sólo una torva y triste superstición puede prohibir el deleite… Ningún ser divino, ni nadie que no sea un envidioso, puede deleitarse con mi impotencia y mi desgracia, ni tener por virtuosos las lágrimas, los sollozos, el miedo y otras cosas por el estilo, que son señales de un ánimo impotente». Me sumerjo en las escaleras del metro. Y los cantos del Bataclan se desdibujan.

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