Beatriz Villacañas - ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA

Lugar para el reencuentro (43): Esto te pasa por no tener alas

«Me quedan diez minutos para llegar puntual a la cita...por la calle de mis angustias no pasa un solo taxi»

Beatriz Villacañas
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Me quedan diez minutos para llegar puntual a la cita, y el tráfico es tan indiferente a mis prisas que decido cambiar el camino más directo por un laberinto de calles estrechas con la esperanza desesperada de escapar a un destino de impuntualidad que se presenta ineludible. Al amable taxista le parece buena idea porque «a esa hora no debería haber problema por ahí». La primera calle es tan estrecha que, para evitar a algún que otro viandante, no podemos avanzar a más de diez kilómetros por hora, lo que contrasta de forma inmisericorde con la velocidad de mis pulsaciones.

No hemos recorrido trescientos metros cuando noto, incluso moviéndonos tan despacio, que vamos más despacio todavía, mejor dicho, que nos hemos parado. Tras soltar los improperios de rigor, aquél en cuyas manos está mi futuro ya no tan inmediato me comunica que se le ha desprendido el parachoques.

Salgo del taxi decidida a abandonar al pobre hombre a su suerte y marcharme con el primer taxista dispuesto a rescatarme, aunque no sin antes pagarle y decirle eso tan oído en el cine de «quédese con el cambio». Al poner el pie en el suelo (es un decir) un charco tipo piscina lo cubre hasta más arriba del tobillo. Lo siento más por el zapato que por el pie: tan nuevo (el zapato).

Por la calle de mis angustias no pasa un solo taxi. Busco el móvil en mi bolso para explicarle mi situación a quien ya me debe estar esperando. ¡Horror! ni rastro. Pienso que se me ha debido caer en plena vorágine de calamidades mientras me ilusiono con la idea de haberlo olvidado en casa. No me queda otra que andar a toda velocidad, llámese también correr. Empieza a llover. Me echo la culpa de todo: «eso te pasa por no salir una hora antes», «lo del móvil es típico de ti»… Y pienso cosas tipo «no se lo va a creer cuando se lo cuente», o algo más perturbador como «cuando llegue ya se habrá ido».

La distancia se me hace interminable. Ahora una zanja aparece como mi mayor herida abierta: tengo que bordearla por un camino absurdamente largo. Pienso en tirar la toalla, en dejar de pelear con la inquina de las cosas. Pero sigo. Deprisa. Ya, ya casi estoy ahí. Ya llego. Llego con el cuerpo y el alma empapados. Y una última crueldad: un espejo situado estratégicamente para mostrarme que entre quien salió de casa no hace tanto y quien ahora veo hay al menos dos décadas y un par de estepas rusas.

Bien. Vivo para contarlo. En cuanto al desenlace, lo hubo. Pero, en este momento, prefiero los finales abiertos. No tengo alas, pero la imaginación da mucho juego.

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