Stefan Zweig, una vida marcada por las tragedias que asolaron Europa en el siglo XX

Parte de la correspondencia inédita del escritor se subastará en París el próximo mes de noviembre

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El escritor austriaco Stefan Zweig siempre cultivó la imagen de dandi con la que es recordado: el bigote, la pajarita y una mirada cargada de asombro definen el rostro de un hombre cosmopolita, amigo de artistas, viajero incansable y voz de un sentimiento europeo construido de humanismo y apego a la paz. Dos ideas que inundan una obra creada a pesar de su tiempo. La primera mitad del siglo XX hundió al continente en la violencia: si el nacionalismo exacerbado cavó las trincheras de la Primera Guerra Mundial, sus heridas abiertas condujeron a la Segunda, a los campos de concentración y al genocidio. Zweig no pudo soportarlo. Exiliado en la ciudad brasileña de Petrópolis, una sobredosis de barbitúricos acabó con su vida la mañana del 22 de febrero de 1942.

Su nota de suicidio contuvo un último lamento: «Mi patria espiritual, Europa, se ha destruido a sí misma».

Europa sobrevivió y el nazismo cayó derrotado. La fascinación por Stefan Zweig perduró. Sus novelas, sus obras sobre personajes históricos y en especial su autobiografía «El mundo de ayer: memorias de un europeo», un recorrido por su vida truncada por la guerra, conservan el favor de los lectores actuales. En España, la editorial barcelonesa «Acantilado» ha traducido y reeditado sus libros. Sandra Ollo, su directora, reflexiona así sobre su éxito: «Funcionan porque están llenos de conocimiento del alma humana. Su capacidad de narración es muy viva, ligera y próxima». Para Rafael Argullol, catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad Pompeu Fabra, «es un autor de una gran calidad, que ha ido más allá de las modas más o menos vanguardistas». Según el profesor, que insistió en que las editoriales lo recuperaran, la vigencia del trabajo de Zweig se debe a que «nosotros también estamos viviendo un cambio radical en el mundo». El próximo noviembre, una parte de su correspondencia inédita se subastará en París. Una noticia que Dominique Bana, especialista en el escritor, calificó de «todo un acontecimiento».

La primera ruptura

Hijo de una familia de la burguesía judía, Stefan Zweig nació en Viena el 28 de noviembre de 1881. Una ciudad que atravesó en tres décadas los cambios más bruscos sufridos por el continente europeo: la capital del Imperio Austro-Húngaro, patria de alemanes, húngaros y eslavos, sede del movimiento modernista de la Secesión y hogar del pintor Gustav Klimt, vivió un proceso de degradación político paralelo al brillo en las artes. Uno de los culpables fue el parlamentario Georg von Schönerer. Su ideología basada en el pangermanismo, el antisemitismo furioso y la reivindicación de la violencia lo convirtieron en uno de los padres intelectuales de Adolf Hitler. El futuro líder nazi recorrió las calles vienesas durante un lustro, entre 1908 y 1913, como pintor de poco éxito. «No puedo atribuirme más protagonismo que el de haberme encontrado —como austriaco, judío, escritor y pacifista— precisamente allí donde los seísmos han causado los daños más devastadores», escribió Zweig en el prefacio de «El mundo de ayer», donde recuerda una niñez ligada a la confianza en el progreso de la generación de sus padres. La Primera Guerra Mundial, que estalló en julio de 1914, provocó que desapareciera.

Zweig lamentó la destrucción de la guerra, pero antes cedió a la fascinación de la violencia y al fervor nacionalista, que agrietaron su pretensión de ciudadano del mundo. Así lo revela la correspondencia intercambiada al inicio del conflicto con Romain Rolland, conocido novelista francés de la época, comprometido pacifista y Premio Nobel de Literatura en 1915. En octubre de 1914, Zweig niega por carta a su amigo la devastación causada por las tropas alemanas a su paso por la ciudad belga de Lovaina, escala previa a su entrada en Francia: «¿Cuál es la parte de responsabilidad de la prensa francesa, donde ya en tiempos de paz el odio y la falta de honestidad no tenían límite, al anunciar sin dudas que se ha incendiado Lovaina por puro espíritu de venganza, por diversión en cierta manera? No puedo medirla: lo que sé con seguridad es que Lovaina no ha sufrido daños».

Una justificación imposible. El paso de los alemanes por Bélgica violó la neutralidad del país y provocó la entrada en guerra de Reino Unido el 4 de agosto. La agresión que sufrió Lovaina fue de las más dramáticas. François Cochet, historiador francés, recuerda que en ese mes de 1914 «toda la ciudad, de las casas a los comercios, fue deliberadamente incendiada. De la biblioteca y de sus trescientos mil volúmenes solo quedaron cenizas». Zweig corrigió sus primeras impresiones sobre el conflicto cuando la violencia se hizo innegable. En noviembre, en una nueva carta a Rolland, admitió: «Hasta hoy no había sido consciente de la profunda devastación que la guerra ha llevado a mi mundo humano, a mi mundo espiritual: debo abandonar la casa en llamas de mi vida interior como un fugitivo, desnudo y despojado de todo, para ir no sé dónde». Nunca logró zafarse de ese sentimiento.

El espejismo de la paz

La vida de un autor de éxito, la fragilidad de la paz y el súbito estallido de violencia de la década de los treinta. «Todos nos engañábamos con nuestra buena fe y confundíamos nuestra buena disposición personal con la del mundo», reflexiona Zweig en «El mundo de ayer» sobre el periodo de entreguerras. Con clarividencia, observó durante un viaje por Italia y Alemania al principio de los años veinte los primeros signos del futuro inmediato de Europa: si en Venecia, en la plaza de San Marcos, presenció el enfrentamiento entre un grupo de obreros en huelga y un escuadrón fascista, en la localidad alemana de Westerland se topó con el estallido de la inflación en junio de 1922 y en Berlín, convertida «en la Babel del mundo», criticó lo que consideró una degradación de las costumbres. Un tono moralista muy alejado del que emplea para describir la vida de la ciudad durante esos años la película «Cabaret» (Bob Fosse, 1972).

En septiembre de 1934, Stefan Zweig abandonó Austria rumbo a Londres con la intención de documentarse para su biografía sobre la reina María Estuardo. No solo le movió el trabajo. El clima político de su país se emponzoñaba: en febrero, el canciller Engelbert Dollfuss lideró un giro autoritario y asentó el movimiento conocido como «austrofascismo». El escritor nunca regresó: tras su paso por Estados Unidos, en agosto de 1941 tomó un barco en Nueva York rumbo a Brasil y en septiembre de ese año se instaló en Petrópolis, una ciudad próxima a Río de Janeiro, junto a su joven esposa Lotte. Su fama como escritor, afianzada durante los años veinte, se desvaneció por razones ajenas a la opinión del público. Las primeras quemas de libros instigadas por el nazismo comenzaron en mayo de 1933. El autor austriaco se encontró entre los proscritos pasto de las llamas. «Cuando menciono mi 'éxito', no hablo de algo que me pertenece, sino de algo que me había pertenecido en otro tiempo, como la casa, la patria, la confianza en mí mismo, la libertad, la serenidad», lamentó en «El mundo de ayer».

Con su vida a salvo pero su civilización perdida, Zweig se sumergió en la redacción de una biografía sobre el ensayista francés del siglo XVI Michel de Montaigne, publicada tras su muerte por su editor Richard Friedenthal en «El legado de Europa». Un trabajo llamativo, donde volcó su propia concepción del mundo, su alegato a favor del humanismo y su deseo de «negarse a formar en el coro de los criminales y crearse una patria y un mundo propios más allá del tiempo». A través de Montaigne, el escritor reivindicó la necesidad de «permanecer fiel a su 'yo'» en una época donde el totalitarismo se esforzó en aniquilar al individuo y sustituirlo por la masa. Deprimido por el avance del conflicto, se suicidió. Lo cierto es que sin saberlo sí alimentó el espíritu de resistencia. En concreto el del grupo conocido como la «Rosa Blanca», formado por unos universitarios de Múnich contrarios al nazismo que pagaron con la vida su oposición a Hitler. El autor preferido de Hans Schöll, uno de los cabecillas, era Stefan Zweig. Contemplar la persecución a su escritor favorito le abrió ojos sobre la naturaleza del régimen que asfixió a Alemania y destruyó el continente entre 1933 y 1945.

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