En el madrileño Hotel Palace,, inauguración de la exposición de Bellas Artes (1 de marzo de 1922) orgabizada a favor de los niños rusos hambrientos. En el centro, sentado, Valle-Inclán con su característica barba de chivo
En el madrileño Hotel Palace,, inauguración de la exposición de Bellas Artes (1 de marzo de 1922) orgabizada a favor de los niños rusos hambrientos. En el centro, sentado, Valle-Inclán con su característica barba de chivo - Julio Duque

Valle-Inclán, laberinto de palabras

Valle-Inclán es uno de los protagonistas editoriales de la temporada. A la edición de sus «Obras completas» por Biblioteca Castro, ahora se suman sus «Sonatas» (Editorial Gadir), que todo lector debería tener por un tesoro

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Más que un libro, estas «Sonatas» son un cuadro. Pintado por la mano impresionista aún no gangrenada de un escritor que parece ir rellenando, con textos recargadamente modernistas, la superficie de un lienzo hecho de creencias estéticas, anacronismos e imaginaciones. Como han escrito reconocidos especialistas, no es la mejor obra del autor. Tampoco importa. Es única. Estamos ante «El Gatopardo» español que pinta una decadencia individual que es colectiva. Coincidiendo con la publicación de las «Obras Completas» (Biblioteca Castro), la Editorial Gadir ha decidido «despertar» de su sueño -relativo- a este libro que todo lector debería tener por un tesoro, por más que su autor, en una ira de vejez, lo descalificara: «¡Las Sonatas! Olvidémoslas. Son solos de violín». Benditos solos.

Muy pocas veces en la historia de la escritura las palabras habrán sido sometidas a una exigencia y a una prueba de flexibilidad semejante. Empujado por su extrema adoración estética, este hombre de «melena merovingia» se puso a estirar las palabras para obligarlas a que fueran más allá de sus límites, para averiguar hasta dónde llegaba su musicalidad, cromatismo o capacidad evocativa. Pueden los hermeneutas descubrirle al texto los defectos que quieran (muchísimos), todos sus plagios (abundantes), los precedentes de los que bebe (ejemplo, Zorrilla en México) y todas las influencias (D’Annunzio, Verlaine,…). Pero ese lienzo vive de un sueño: que la palabra pueda despertar en el espíritu la misma intensidad y la misma emoción que las vivencias. Que una frase traiga el olor de la piel de una mujer, la gravedad de una tristeza, el anonadamiento ante la hermosura salvaje y explosiva de la Niña Chole (extraña reverberación de la Malinche de Hernán Cortés, «hermosa como una diosa»). Un abismo que, como todos sabemos, no es posible saltar. Pero entre las prosas que han estado a punto de lograrlo, está este mágico laberinto de palabras.

Lo vio muy bien Azorín (en ABC), cuando indicó que toda la lírica novísima tenía su origen en Valle

Si con las mejores obras del castellano alguien se pusiese a componer una Biblia, las «Sonatas» de Valle-Inclán serían el «Cantar de los Cantares», con miles de frases semejantes a aquellas evocaciones poéticas: tus labios hilos de escarlata, tus cabellos racimos de dátiles, tus mejillas riberas aromáticas, tus piernas columnas de alabastro. Tiene Valle la musicalidad de los cantos bíblicos. Y del poema homérico. Estamos ante una especie de reinvención de la prosa poética en castellano. No le gustó a todo el mundo este «arte artístico»: baste recordar el despectivo comentario de las «bernardinas» de Ortega, a quien, por cierto, también se le subía el «souflé» del amaneramiento, o el «complejo princesil» de Salinas.

Lo que ellos quieran. Pero el Marqués de Bradomín es una rara mímesis de Odiseo. Y su vida -fingida o incluso parodiada- es la Odisea romántica de un «politropo», de un peregrino errabundo y decadente que se ha perdido en el laberinto de cambios de la historia. Es un viejo guerrero que ya no conquista continentes, sólo mujeres, sus sirenas. Como con Ulises, al que sólo la vieja nodriza reconoce al pasar su mano por la antigua cicatriz, nosotros reconocemos en esos textos artificiosos el ser de nuestra lengua, que vuelve a casa después de sufrir la esclerosis de las palabras y caer en los descarríos del realismo ramplón y garbancero.

«Tropicalidad» gallega

Lo vio muy bien Azorín (en ABC), cuando indicó que toda la lírica novísima tenía su origen en esas filigranas de Valle. Nada de ese milagro podría haber sucedido, ni puede explicarse, sin el arpa del que nace su música: la especial «tropicalidad» de Galicia, y por extensión, del Cantábrico entero. Estas «Sonatas» son un retrato sublime de ese otro «trópico» exuberante de nieblas, bosques, humedades, verdes abrumadores, lluvias feroces, aldeas perdidas, acantilados bravíos, delicadezas, sentimentalidades, señoríos, palacios, saudades, y una prodigiosa Naturaleza. O sea, lo misterioso.

En esta edición se recogen las «Sonatas» en su orden original: Otoño, Estío, Primavera e Invierno

Ante un texto tan lleno de tentaciones, siempre ha atraído mucho la tentación de mermarlo. Por ejemplo, se ha repetido muchas veces, incluso el mismo Valle cayó en ese reduccionismo, que estas «Sonatas» son las Memorias -«amables»- de un nuevo tipo de donjuán: «admirable, el más admirable tal vez». Superficialmente puede que el Marqués de Bradomín sea un donjuán. De fondo, no estoy nada seguro de que lo sea. Le falta algo determinante: ser un timador de mujeres y de amores. No lo es. No es un pícaro del amor. En su peculiar quijotismo, el Marqués de Bradomín es un anacronismo de un heroísmo decadente, es un místico del amor, un aventurero del pecado, un melancólico del sexo. Un heterodoxo moral y rebelde contra la convención, un cruzado contra la vulgaridad y la racanería, según el lema de Schiller: «compórtate estéticamente». Las «Sonatas» no son las Memorias de un donjuán. Son un «Cantar de Gesta» de lo irreal y de lo extremo. Un Camino de exigencias hacia «los místicos cielos de la belleza». Son el Manual de Moralidad altiva y aristocrática -de tinte nietzscheano-, no de un hombre sin atributos (tipo Musil), sino de un hombre con muchos atributos que aspira a convertir su Yo, su Forma de Ver y su Gusto en norma imperativa y en utopía de salvación colectiva.

Época periclitada

Las «Sonatas» son el Testamento de un tigre «rural» al que la historia ha convertido en gato, la ensoñación de una épica y de una época -periclitadas- que sólo viven en la imaginación de Valle: llena de blasones, vidrieras, escaleras palaciegas, hidalgos de aldea, campesinas concubinas, barroquismos, decadencias, medievalismos. En las «Sonatas» la utopía está por detrás, no por delante. Por decirlo con sus palabras, Bradomín es un dios antiguo al que se le ha extinguido su culto. Es profeta de una vieja religión: del Yo, de la Naturaleza y del Arte, o sea Romanticismo. Y todo eso desborda el donjuanismo.

Por lo demás, el texto escrito y el lienzo «filosófico» que le sirve de fondo son antagónicos. El fondo contradice constantemente a la forma. El estilo es rebosantemente estético, el fondo brutal. La forma, ostentación altiva -y ficticia- de un soberbio dandi. El fondo, una desilusión y convicción irrefrenable de derrota. La forma es preciosista. El fondo, muchas veces esperpéntico. La superficie, frívola. El fondo, trágico. Aparentemente las «Sonatas» son exaltación de la carne y de la vida. En el fondo domina la muerte. Cuanto más poderosas lucen las pasiones eróticas, más recurrente se presenta la muerte. Cuanto más sacrílega es la forma, más religioso es el fondo. Lo resumió la Pardo Bazán a propósito de Zorrilla: es «el ruiseñor de nuestra aurora al par que el lucero melancólico de nuestro ocaso». Eso es Valle, pero mucho más que Zorrilla. No hay tanta ruptura como se afirma entre las «Sonatas» y las obras posteriores. En embrión, pero bien visible, está aquí casi todo el escepticismo y la crudeza posteriores.

Furia shakesperiana

En su musicalidad engañosa y recargada, revelan una furia shakesperiana contra la feria babélica del mundo, contra lo grotesco de la existencia. Muchos han visto en esta adoración de la Belleza nihilismo. Lo hay. Pero el nihilismo de Valle es muy distinto al del expresionismo o simbolismo nihilista fin de siglo, lleno de unas ansias de destrucción que conducirían a la Gran Guerra. En las «Sonatas» hay todavía un sentimiento crédulo de la historia. Su esteticismo no incluye aún la perversión del crimen. Así que al prodigioso autor de estas «Sonatas», antecesoras de tantos realismos mágicos, deberíamos dedicarle, al deleitarnos con sus solos de violín, aquellas palabras grandiosas que Musil dedicó a Rilke: «no fue una cumbre de su tiempo, fue una de esas importantes montañas por las que el espíritu va recorriendo los tiempos».

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