Valle-Inclán en su casa, en 1930, retratado por Alfonso
Valle-Inclán en su casa, en 1930, retratado por Alfonso
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«Poesías completas», el milagro musical de Valle-Inclán

«Nadie vale lo que vale Valle», escribió Valente y tenía razón. Estas poesías completas así lo constatan

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Rubén Darío vio a Valle-Inclán como si no fuera Don Ramón María sino más bien el Marqués de Bradomín, su «alter ego». Juan Ramón prescindió de la clave iconográfica para dibujarlo de fondo, y no sólo de frente y de perfil, como lo que de verdad era: el mayor fabulista de nuestra lengua, porque Valle-Inclán es, sobre todo, eso -un hombre hecho lengua, sonido, fonación-. L. González del Valle y J. Manuel Pereiro han reunido su poesía, siguiendo el orden que en sus «Claves Líricas» (1930) su autor les dio e incluyendo también tanto los poemas en gallego como los publicados en revistas, pero no recogidos de libros, y los publicados en libro pero eliminados de ellos después. Nos ofrecen así a Valle en toda su extensión: desde sus inicios en 1888 hasta su final en 1935, destacando la variedad y cohesión de una escritura caracterizada por la solidez de una poética capaz de aunar a Platón y Aristóteles, de mezclarlos con las teorías teosóficas y de añadirles los componentes necesarios para hacer con todo ello una fórmula magistral: la de su esperpento en el teatro, pero también la de su lirismo expresionista, cubista, futurista y cuantos «ismos» se le quiera encima echar.

Valle fue singular en todo y precursor de casi todo: aspiró a un arte total, en el que la sinestesia y la sensación unieran lo visual y lo acústico, produciendo o reproduciendo la unidad íntima del mundo, porque en Valle hay más filosofía de la que parece y más sistema de lo que se cree. Valle es un poeta moderno: mucho más moderno que no pocos de su generación. En «La lámpara maravillosa» (1916) sintetiza casi toda su poética, como supo muy bien Gerardo Diego, que recurrió a ella para trasplantarla a su famosa antología. Y es que, para Valle, lo que debe contener un poema es lo que él llama «milagro musical», que «en la rima se aquilata y concreta», al concentrar el tiempo «en el instante de una palabra, de una sílaba, de un sonido». Según él, «el secreto de las conciencias sólo puede revelarse en el milagro musical de las palabras». De ahí que «el poeta, cuanto más oscuro, más divino».

Su amplia estela

Se comprende, pues, el respeto que la generación del 27 sintió por él, y no me extrañaría que uno de los mejores y más conocidos poemas de Dámaso Alonso, «Mujer con alcuza», tenga su origen en este verso de Valle-Inclán -«Sale la vieja con la alcuza» de «La Rosa del Reloj»- como también algunas de las greguerías de Gómez de la Serna podrían proceder de construcciones como: «Un disparate pintoresco, / maravilloso de esbeltez, / el arabesco / del caballo del ajedrez». También el título de uno de los cuentos de Rulfo podría remitir a este verso: «Y a lo lejos los perros ladran en los pajares». En «Resol de verbena» hay ya mucho de lo que van a hacer Ensor, Grosz, Dix y Maruja Mallo, como en sus poemas sobre el circo está ya no poco de Picasso, de Rilke y de Lagar.

«Aromas de leyenda» (1907), «El pasajero» (1920) y «La pipa de Kif» (1919) es el orden de este volumen

En su «Geórgica» está el preludio de uno de los sonetos del «Rayo que no cesa» de Miguel Hernández. Y su polimetría nos asombra no menos que su búsqueda de «la flor azul y mística del alma visionaria» o su capacidad para el poema narrativo y el poema dialógico. Modernista canónico en «Rosa de Túrbulos» por el uso de la rima aguda, denigrada por los preceptistas, y modernista feísta en su «Rosa del sanatorio», es un gran poeta metafísico en «Rosa gnóstica», el poema que da la clave de su dimensión: «Nada será que no haya sido antes./ Nada será para no ser mañana./ Eternidad son todos los instantes, / que mide el grano que el reloj desgrana».

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