Ricardo Menéndez Salmón - Quinta esquina

De un país desaparecido

Cuando falta poco para que se cumpla un año de serle concedido el Nobel de Literatura, es un buen momento para releer a Svetlana Aleksiévich y disfrutar de su profunda exploración del alma eslava

Ricardo Menéndez Salmón
Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Cuando el 9 de octubre del pasado 2015 la Academia Sueca anunció la concesión del Nobel de Literatura a Svetlana Aleksiévich por «sus escritos polifónicos, un monumento al sufrimiento y al coraje de nuestro tiempo», confieso que fue la primera vez que escuché su nombre. Bendita literatura, que en su vastedad nos recuerda lo ignorantes que somos y que, al tiempo, nos redime sin pausa de semejante ceguera. De modo que el verano, una época que alimenta las vocaciones desatendidas, me ha regalado la oportunidad de saldar mi deuda y leer a la autora bielorrusa. Concretamente, dos de sus obras: « Voces de Chernóbil» y « El fin del Homo sovieticus», publicadas, respectivamente, por Siglo XXI Editores y Acantilado.

Las dos piezas de Aleksiévich están ligadas a los calendarios. La primera al 26 de abril de 1986, cuando el estallido del reactor número 4 de la central nuclear Vladímir Ílich Lenin liberó en el área de Prípiat una cantidad de material radiactivo quinientas veces superior al de la bomba de Hiroshima, provocó la evacuación inmediata de más de cien mil personas y generó un temor a las consecuencias del átomo nunca antes visto en Occidente. La segunda al 26 de diciembre de 1991, cuando el Soviet Supremo declaró la extinción efectiva de la Unión Soviética, asumiendo Rusia desde ese instante la representación internacional del coloso difunto. De hecho, resulta tentador contemplar el acontecimiento que pronto se celebrará, el primer cuarto de siglo de la desaparición del gigante, atendiendo a las fechas estudiadas por Aleksiévich como posibles alfa y omega de una muerte anunciada. No falta quien considera Chernóbil el primer aviso, casi una suerte de metáfora, del colapso inminente del poder soviético. Aunque es cierto que los años transcurridos entre el accidente de Ucrania y las consecuencias derivadas del fallido golpe de Estado de agosto del 91 no explican completamente las circunstancias del derrumbe.

Inquirir, escuchar, anotar

El método de trabajo de Aleksiévich es antiguo como el mundo: inquirir, escuchar, anotar. Leyendo sus libros, es inevitable pensar qué capacidad de seducción posee esta mujer para que la gente le abra el corazón de tal modo. Porque en sus obras la palabra adquiere una categoría sacramental. Son las confesiones de personas enfermas por amor, por locura, por dolor, por culpa, por nostalgia. Una anotación detallada y exhaustiva de la voluntad de nuestra especie para hacer el mal y el bien. Un catálogo de lo monstruoso y de lo bello, matizados elencos de lo banal y de lo sublime. La palabra como tapiz infinito: «patchwork» de la conciencia, depósito de la vida, huella del tiempo. Produce vértigo asistir a esta catarata de impresiones aceptando que es apenas la punta del iceberg de la aventura humana lo que se nos entrega. Forense de una época, notaria de un mundo llevado a su colapso, Aleksiévich exhuma el cadáver soviético para intentar comprender qué significa haber nacido en un país desaparecido, una experiencia que, huelga decirlo, casi todos desconocemos.

Y lo hace abriendo el arco de expresión al mayor número de personalidades y sensibilidades posibles, prestando voz a quienes han carecido de ella: los oprimidos, los enfermos, los invisibles. Porque junto a los jerarcas e intelectuales del Partido, junto a los técnicos de primera línea, el tapiz soviético lo tejen las madres de suicidas, las viudas de soldados, los hijos huérfanos, las legiones anónimas. No es casualidad que Aleksiévich remarque la importancia de la cocina en la construcción de la cosmovisión de su antiguo país. La cocina ha sido el lugar por antonomasia donde escenificar la filosofía doméstica, el reino de la opinión, el espacio en que millones de soviéticos primero y millones de rusos después, desde el año 37 del Gran Terror hasta los tiempos del nuevo milenio y el triunfo de los oligarcas sin escrúpulos, han escogido para interpretar sus miedos, anhelos, certidumbres y deseos.

En sus obras la palabra adquiere una categoría sacramental. Son confesiones de personas enfermas por amor, por dolor, por culpa

Así, el alma rusa que venera a sus escritores pero no puede renunciar al estigma de la violencia, el gozne prodigioso que vincula Asia con Europa, un pueblo generoso y atávico, candoroso y a la par terrible, cifra de un poder titánico que, como uno de los interlocutores de Aleksiévich precisa con agudeza, viajó en un parpadeo del arado a la fisión nuclear, comparece en estas páginas con la fuerza de un vendaval. No es posible sustraerse a su hechizo. Como no es posible ignorar su diagnóstico. Porque entre la compasión y la clarividencia, desnudos de esperanza pero huérfanos de saber, casi todos los que se vacían ante la grabadora de Aleksiévich confiesan sentirse perdidos, sin mapa, sin brújula. La paradoja es la tierra madre que alimenta la mayor parte de testimonios. Gentes que odian el comunismo y a la vez confiesan vivir aplastadas por una libertad de mercado, la profetizada en su momento por los Gaidar y los Chubais, que los ha condenado a nuevas formas de explotación y oprobio; gentes que se vanaglorian de haber levantado un imperio sin parangón y hoy sienten añoranza de las patologías estalinistas; gentes cuyos hijos han vertido su sangre en Afganistán y en Chechenia y cuyos padres defendieron Leningrado y tomaron el Reichstag; gentes que cambiaron los afiches de Gagarin por los pins de Gorbachov; gentes que se aferran a la tierra preñada de curio y de estroncio.

Quizá, en definitiva, la clave de este pueblo circunspecto y a la vez tonante haya que buscarla, como Aleksiévich sugiere, en una de las parábolas más conspicuas de la Historia de la literatura, aquella que Dostoievski propuso en «Los hermanos Karamázov», cuando el Gran Inquisidor afea su conducta a Jesús al hacerle ver que, en realidad, los hombres sólo ansían la libertad para inmediatamente venderla a cambio de alguna forma de pleitesía.

Ver los comentarios