La primera ministra británica, Theresa May, objeto de ironía anti-Brexit
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La narrativa británica y el Brexit, el imperio de los sinsentidos

Las últimas novelas de los británicos Jonathan Coe y Adam Thirlwell siembran el desconcierto y la sátira en un escenario donde el Brexit y la decadencia campan a sus anchas

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Cuando el pasado octubre Ali Smith publicó «Autumn», los críticos no dudaron en celebrarla y catalogarla como la primera «gran» y «seria» y «hermosa» novela post-Brexit. Puede ser, quién sabe. En cualquier caso, la cosa ya estaba en el aire y el humo ya se había metido en los ojos de los escritores británicos y -ahora, en inmediata perspectiva retrospectiva- cabe buscar y encontrar y diseccionar a una subespecie que acaso sea más interesante que la estrenada por Smith: la novela pre-Brexit.

Lo que nos lleva directamente y sin demora a Jonathan Coe (Birmingham, 1961) y a Adam Thirlwell (Londres, 1978). Bilioso humor negro. Sátira y sátiros. «Reality shows» y orgías increíbles y preliminares de post-verdad. Asesinatos absurdos y detectives más absurdos aún.

La desesperación por recuperar y aferrarse a la literatura o al recuerdo de una película mágica que uno vio de niño como trozos de madera para no ahogarte en basura tabloide o en «ficción paranoica». Y todos juntos en involuntaria pero inercial competencia con el decadente imperio de los sinsentidos para ver quién cae más rápido y bajo. Así, «El número 11» y «Estridente y dulce» como dos especímenes cuyo tema (más allá de las particularidades) es el mismo: el colosal desencanto -político y existencial- como resaca al marchitarse de la versión U.K. de aquella Gran Belleza añorada por un crepuscular romano al que solo le quedaba bailotear al ritmo de Raffaela Carrà.

Tóxico e intoxicado

El problema es que los más jóvenes «héroes» de Coe (las amigas desde siempre Rachel y Alison) y de Thirlwell (un «bon-vivant» tan tóxico como intoxicado) tienen aún mucho por delante. Aunque no puedan librarse del vivísimo fantasma de una Britannia que ya no es lo que era y que, quién sabe, tal vez nunca haya sido tan poderosa como cuentan. Una cosa queda tenebrosamente clara: el estado de la nación está en mal estado.

«El número 11» -«opus» 11 de Coe- funciona entonces como una puesta al día. No solo de la vida de sus compatriotas sino de su propia obra desprendiéndose de «¡Menudo reparto!» Ese «greatest hit» suyo de 1994 donde -con una ayudita de la monstruosa y ultraconservadora familia Winshaw-, modernizó a lo bestia los tan impecables como feroces modales satíricos de Evelyn Waugh. Y, por encima, claro, Margaret Thatcher como gárgola satisfecha por el nuevo orden y el fin de las ilusiones... «El número 11» actualiza el espanto, propone a Tony Blair como definitiva desilusión y como responsable de esa mutación que es el «liberalismo de izquierdas», y -casi como espectro del padre de Hamlet- invoca la figura verídica de un acusador que ya no puede defenderse: el inspector de armamento de Naciones Unidas en Irak David Kelly, suicida o suicidado en un bosque inequívocamente anglosajón.

¿Qué hacer mientras te deshaces?, parece preguntar Coe. Algo más o menos fácil: construir refugios subterráneos en los que esconderse pero atendidos por inmigrantes mal pagados y peor tratados por una nueva camada de Winshaws aún más horripilante que la anterior. Y podría acusarse aquí a Coe de ser menos sutil que en «¡Menudo reparto!» o menos sentimental que en el díptico «El club de los canallas / El círculo cerrado». Pero enseguida comprendemos: estos son tiempos tanto menos elegantes y sensibles.

El desangelado caído y desilusionado sin nombre en «Estridente y dulce» también viene del ayer y no sabe muy bien que hacer con su presente y mejor no pensar en lo que vendrá. Es un hermano menor o sobrino aventajado de aquellos tan psicóticos como psicotizados «Homos Amis» (Martin Amis) que deslumbraron con prosa post-nabokoviana en «Dinero» o en «Campos de Londres». Aunque el modelo de Thirlwell está más cerca de un Proust abducido por J. P. Donleavy. Quien debutó en lo alto con «Política», sorprendió con esa crepuscular obra maestra alabada por Milan Kundera que es «La huida», y hasta edificó una teoría para su práctica con ese tratado-credo por un arte que trascienda las lenguas en «La novela múltiple», arranca en plan picaresca. Pero enseguida comprendemos que esto va más allá de sexo y drogas y música de fondo.

Si «El número 11» es una novela política disfrazada de comedia, entonces «Estridente y dulce» es -bajo la máscara de novela estroboscópica y hedonista y (de)generacional- el rostro descarnado de la más melancólica y egocéntrica novela de ideas buscándose y perdiéndose en una megalópolis donde se habla un esperanto hecho pedazos; ya no hay fronteras para las conductas más aberrantes, y lo único que importa es cómo poner punto final a la imprevista incomodidad de esa amante (y amiga de tu esposa) en coma profundo a tu lado y en esa cama de hotel.

Claroscuro

«Realmente pienso que el mundo exterior es demasiado pequeño para el interior de la gente» y «supongo que es posible que exista una felicidad que consista asimismo en una absoluta tristeza» son apenas dos de las muchas y claroscuras iluminaciones a las que accede el protagonista antes de arribar a la resignación. Últimas líneas que suenan a últimas palabras pronunciadas desde un mañana roto y ya sin arreglo. Allí se nos confía: «Lo que quiero decir es que haber perdido todo puede que sea un desastre, pero no todos los desastres son catástrofes. Y cuando pienso de este modo, me siento muy esperanzado respecto al futuro».

Ah, ya veremos.

Lo que nos lleva de nuevo al Brexit y a lo que llevará todo eso. Mientras tanto y hasta entonces, por suerte, nunca hubo desgracia estatal que no generase graciosas novelas en estado de gracia.

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