MÚSICA

Debussy, el misterio del sonido

Cien años han transcurrido desde la muerte de Claude Debussy, uno de los compositores que con su personal universo sonoro más cambiaron la cara de la música

Escena del «Pelléas et Mélisande», una de las óperas fundamentales de su autor, representado en Oviedo el pasado mes de enero con puesta en escena de René Koering. Iván Martínez-Ópera de Oviedo
Stefano Russomanno

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Es complicado, acaso imposible, establecer una fecha de nacimiento de la música moderna. Algunos dicen 1913, año de estreno de la «Consagración de la primavera» de Stravinsky y del «Pierrot lunaire» de Schoenberg. Otros, con razones no menos fundadas, consideran que el reloj lo puso en marcha Claude Debussy en 1894 con su «Preludio a la siesta de un fauno» .

Nacido en 1862, Debussy ingresó a los diez años en el Conservatorio de París. Los testimonios lo describen como un alumno inquieto pero también desganado y con una acusada intolerancia a las reglas académicas. Un día, mientras tocaba una sucesión de acordes poco ortodoxa, su profesor le preguntó: «¿Qué regla sigues?» «Mi placer», contestó sin pestañear el joven alumno. Es una respuesta que alumbra un futuro, pero sería superficial interpretarla como el apego del compositor a un genérico hedonismo anárquico. En realidad, Debussy proclama algo sencillo y a la vez complejo, es decir: en la música, el oído está por encima de los manuales de composición.

Los primeros pasos de Debussy no hacían presagiar al enorme creador que fue. Había ganado, sí en 1884, el Premio de Roma, el mayor reconocimiento que se otorgaba en Francia a los jóvenes compositores y que daba derecho a una estancia de tres años en Roma, pero lo había malogrado regresando a París tan sólo un año después. ¿La causa? Una mezcla de nostalgia por su país y aversión al ambiente académico que reinaba en la Villa Médicis.

Lenta maduración

Siguen años de lenta maduración y experiencias: el amor y odio por la música de Wagner , las frecuentaciones literarias, el descubrimiento de las músicas balinesas en la Exposición Universal de 1889... La producción de esta época consiste en canciones y piezas para piano, impregnadas de un lirismo elegante y melancólico en equilibrio entre la búsqueda de una voz propia y la voluntad de gustar.

El «Preludio a la siesta de un fauno» marca un punto de inflexión y señala a Debussy a la atención pública como una de las personalidades musicales más avanzadas y originales de su tiempo. La flexibilidad de su construcción , la peculiar consistencia de las texturas orquestales (tupidas y al mismo tiempo vaporosas) y un cierto tono de ambigüedad envuelve la pieza. Comentaba Saint-Saëns con perplejidad: «Debussy no ha creado un estilo, sino que ha cultivado una ausencia de estilo, de lógica y de sentido común».

La esencia de la música de Debussy está en los matices, en los recovecos, #en lo impalpable

A su manera, la crítica de Saint-Saëns captaba la originalidad de la partitura. Parte de la labor de Debussy consistía en sacar la música de un formalismo percibido como construcción artificial. Había que devolver la música a su hábitat natural: el aire libre. Cuando escuchamos la naturaleza, ¿oímos acaso rondós, minuetos o formas sonata? Lo que llega a nuestros oídos son sonidos mínimos y volátiles: matices, ecos, reverberaciones. «La música -escribía Debussy- es una matemática invisible cuyos elementos participan de lo infinito. Ella es responsable del movimiento de las aguas, del juego de curvas que describen las brisas cambiantes. Nada es más musical que una puesta de sol».

Una anti-ópera

Inspirado en un poema de Mallarmé , el «Preludio a la siesta de un fauno» revela también la estrecha conexión de Debussy con el ambiente cultural de su época, sobre todo literario y pictórico. Impresionismo, simbolismo, Proust, D’Annunzio, Verlaine, Valéry, Laforgue, Pierre Louÿs, Maeterlinck... en la obra de Debussy se percibe la respiración de corrientes estéticas diferentes, que el compositor asimila con su peculiar sensibilidad sonora.

Otra partitura clave en la trayectoria del músico es su ópera «Pelléas et Mélisande», estrenada en 1902. El tumulto que se levantó en la sala y las polémicas que siguieron dieron origen al «caso Debussy». Los oyentes estaban divididos: ¿genio o embustero? «Si eso es música, será que nunca he entendido lo que es la música», habría comentado el compositor Gabriel Fauré.

En ciertos aspectos, «Pelléas et Mélisande» es una anti-ópera. Las voces se mueven en un espacio deliberadamente gris . No hay melodías ni tampoco relieves o contrastes. La acción se sumerge en un estatismo en donde personajes, drama y sentimientos quedan como desdibujados. Comparada con las óperas de Gounod y Massenet, «Pelléas» es una acuarela borrosa. Pero, una vez más, la esencia de la obra está en los recovecos, en los matices, en esos círculos concéntricos e impalpables que dibuja la música alrededor de los protagonistas.

Para quien quiere adentrarse por primera vez en el universo sonoro de Debussy, el mejor punto de partida tal vez sea el ámbito pianístico, y concretamente las «Estampas», las «Imágenes» y los «Preludios», asombroso laboratorio alquímico en donde la peculiar sensibilidad tímbrica y armónica del compositor francés se aplica a las pequeñas dimensiones. También célebre es la «suite» «Children’s Corner», evocación entre tierna e irónica del mundo infantil.

Pasión por España

En el apartado orquestal, junto al «Preludio a la siesta de un fauno», son de obligado conocimiento el tríptico «Nocturnos» y el poema sinfónico «La mar». Debussy entendía sus «Nocturnos» como estudios sobre «las impresiones y los efectos de luz que el término sugiere». Memorable es el comienzo, con la lívida procesión de clarinetes y fagots sugiriendo la marcha lenta y melancólica de las nubes.

También existe un ciclo de «Imágenes para orquesta», entre las que ha alcanzado una justificada notoriedad el tríptico «Iberia» . Es imposible pasar por alto la fascinación que sobre Debussy ejerció España y que impregna otras de sus piezas como «La Soirée dans Grenade» y «La Puerta del Vino». Debussy nunca visitó España, pero consiguió expresar como pocos la esencia de sus ritmos, colores y atmósferas: plasmó, en palabras de Falla, «una España verdadera sin ser auténtica».

Por similitudes estéticas y cercanía cronológica, la música de Debussy se ha calificado a menudo de impresionista . Se trata, no obstante, de una definición restrictiva, que no refleja toda la riqueza de significados que encierra su obra. Tanto es así que los títulos de sus «Preludios» están puestos por el compositor al final de cada pieza y entre paréntesis, como para relativizar la importancia del elemento descriptivo. Si de algo trata la música de Debussy es del misterio de los sonidos, de su esencia ambigua, borrosa y elusiva, imposible de encajar en contornos definidos y definitivos. Para ello, el compositor sorteó las leyes de la tonalidad y experimentó con todo tipo de armonías no convencionales.

Los últimos años de vida del compositor fueron un calvario . El estallido de la Primera Guerra Mundial supuso un brusco parón para la actividad cultural. La falta de encargos agravó sus problemas económicos. En 2001, se descubrió una pequeña pieza para piano, «Les Soirs illluminées par l’ardeur du charbon», que escribió en el invierno de 1917 como pago a su proveedor de carbón en lugar de dinero. A esta situación de precariedad se suma el cáncer que finalmente se llevó por delante al compositor un 25 de marzo de 1918.

Ni siquiera en esas circunstancias, Debussy paró de escribir. Su último gran proyecto era un ciclo de seis sonatas en donde recuperaba una suerte de clasicismo teñido de tonos crepusculares . De las tres que terminó, la «Sonata para flauta, viola y arpa» representa una de sus piezas más visionarias y hermosas, de una genialidad tímbrica como sólo podía concebirla uno de los máximos compositores del siglo XX.

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