La artista británica Tracey Emin, junto a una de sus piezas más conocidas, «The Bed»
La artista británica Tracey Emin, junto a una de sus piezas más conocidas, «The Bed»
ARTE

En la cama de (con) Tracey Emin

Uno de los símbolos entre los llamados «Young British Artist» (YBA) fue y, aún es, Tracey Emin, cuya obra cotiza en los puestos más altos del mercado del arte. Pero ahora hablamos de sus memorias, «Strangeland», que explica sus obsesiones

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No me interesa la obra de Tracey Emin, nunca me he sentido ni mínimamente «provocado» por sus desahogos y ocurrencias, tenía la sensación de que era una suerte de «estética de lo traumático-decorativo» y, además, su actitud desafiante, con salidas de tono provocadas por el consumo sin freno del alcohol, me parecía, más que nada, patética. Adquirió, no cabe duda, notoriedad en los años noventa, consiguiendo lo que desesperadamente deseaba: «Ser alguien»; pero, sobre todo, acumuló dinero, como evidenció en una de sus intervenciones (sedimentada en un fotografía que tiene el título de « I’ve Got It All»), en un gesto de apropiación frenética en torno a su sexualidad. Desde el principio esta creadora tomó la decisión de «vender sus memorias», transformando su angustia y desesperación en obras que oscilan entre la obviedad, la abyección y hasta la estricta cursilada.

Stuart Morgan señaló, en un texto publicado en la revista « Frieze» en 1997, que Emin habla de cosas muy sencillas que pueden resultar verdaderamente duras: «Las personas se quedan realmente solas, y tienen miedo real, y se enamoran y se mueren, y follan. Estas cosas pasan y todo el mundo lo sabe aunque no lo exprese. Todo se tapa continuamente con una especie de buenos modales, sobre todo en el arte, porque el arte normalmente ha estado dirigido hacia las clases privilegiadas». La pretensión de dirigirse a la «gente corriente» es, más que quimérica, absolutamente delirante (propia de un narcisismo regresivo), cuando no fruto del cinismo de quien ha conseguido el éxito con una estrategia de obscenidad que va en paralelo a la visualidad hegemónica del «reality show».

«Inmensa pose»

Si la obra de Tracey Emin, «confesional y onanista», en palabras de Julian Stallabrass en su demoledor libro « High Art Lite», me parecía, al mismo tiempo, retórica y repugnante, aparentemente «naif» y descaradamente articulada como una «inmensa pose», su libro « Strangeland» me ha impresionado como un magma que tiene algo de sintomatología epocal. Comencé leyendo con una carga importante de prejuicios y me encontré atrapado en una escritura que transmitía crudas verdades, en las que pasaba de los testimonios dolorosos a la poética de la ensoñación, sedimentaba deseos frustrantes pero también aparecía una singular «nostalgia reflexiva».

Afortunadamente Tracey Emin no plantea una meditación sobre el arte contemporáneo ni creo que estas páginas sean el «manual de instrucciones» para comprender su «identidad excéntrica» desplegada en obras comercializadas por galerías de relumbrón. La escritura traza su propio territorio que, en este caso, es un mapa fragmentado de trayectos entre la vida y la muerte, allí donde se entretejen ebriedad y depresión. La cita con la que abre el libro es oportuna: «Le conté todas mis preocupaciones a un amigo con la esperanza de que eso me ayudara a sentirme mejor. Pero lo que le dije pasó a ser un secreto a voces, luciérnagas en la oscuridad. Ahmad Ibu-al-Qaf, siglo XI». Entre las páginas de estas memorias descarnadas hay tantos destellos cuanto simas oscuras, abortos que dejan una huella mnémica dolorosa y recuerdos cálidos del amor a un padre que es un crápula.

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