Una bomba de Boko Haram mató a decenas de personas en abril en la capital nigeriana. :: AFP
MUNDO

Crónica de un fracaso

La expansión salafista en las jóvenes repúblicas africanas viene abonada por los déficits democráticos, económicos y sociales

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Culparon a los barbudos, a aquellos excombatientes que volvieron enardecidos y radicalizados de la guerra de Afganistán, y también adjudicaron responsabilidades a la influencia en el ámbito de la prédica de la corriente Takfir Wal Hijra, una tendencia extremista surgida en el seno de los Hermanos Musulmanes egipcios que se propagaba por las mezquitas desde finales de los 60. Los excesos violentos del posterior yihadismo salafista han sido achacados al rigor de Sukri Mustafá, su fundador, en la crítica de una sociedad a la que consideraba mayoritariamente apóstata e infiel. Pero, en realidad, la primera expansión del islamismo en el Magreb es la crónica de un fracaso, el de las jóvenes repúblicas surgidas después del fin de la colonización europea.

El nacionalismo panarabista, laico y progresista, prooccidental o no alineado, que enarbolaban los regímenes de la región se convirtió en papel mojado en tan sólo un par de décadas. Su mensaje se disolvió ante la realidad de gobiernos dictatoriales, elites que amordazaban a pueblos condenados a la opresión y el subdesarrollo. El presidente Anuar el-Sadat, abatido en 1981 durante un desfile militar, fue su primera víctima relevante, y la Argelia de inspiración socialista, el primero de los campos de batalla. El discurso de regeneración ética permitió al Frente Islámico de Salvación el triunfo electoral sólo tres años después de su constitución como partido legal.

Además de una pavorosa guerra civil, el autogolpe de Estado ante el miedo a los fundamentalistas desencadenó una reestructuración del movimiento, convertido en guerrilla bajo constante muda del piel y siglas, escisiones, presuntas defecciones y cambios de liderazgo. La contienda argelina plasmó su característica estrategia de terror, los ataques saldados un y otra vezcon tremendas masacres y respondidos por los cuerpos de seguridad con medidas represivas que también padecía una población que, como en el caso nigeriano, se hallaba indefensa en mitad del fuego cruzado entre los insurrectos y el Ejército.

Al principio fue el Grupo Islámico Armado, más tarde el Grupo Salafista para la Predicación y el Combate y luego, Al-Qaida del Magreb Islámico, convertido en la rama regional de la entidad de Osama bin Laden. Sin perder sus bases argelinas, la organización asumió un carácter internacionalista proyectado en su expansión hacia el sur, el Sahel, objetivo que compartían con otras bandas como el Movimiento por la Unidad y la Yihad de África Occidental o Ansar Dine.

La táctica guerrillera se beneficiaba de la existencia de vastas superficies carentes de controles eficaces y la fragilidad de los países que nominalmente los poseen. La cancelación del rally París-Dakar en 2008 anticipó ofensivas ambiciosas como la que pretendió hacerse con Malí y que únicamente pudo evitarse gracias a la intervención francesa. La inicial connivencia con los tuareg y sus reivindicaciones políticas enmascaraba su intención de implantar regímenes teocráticos. El fracaso militar ha impedido desalojarlos definitivamente de sus bases en este inmenso territorio, uno de los más pobres del mundo y afectado por conflictos étnicos.

La miseria y la falta de medios de supervisión por Estados débiles y prácticamente fallidos, circunstancia común a buena parte del continente, facilitan el arraigo de células salafistas, especialmente atractivas para la juventud más desesperanzada. Su mensaje contra el poder establecido y la disponibilidad de medios económicos de la que hacen gala permite una leva tanto entre acólitos como entre aquéllos sin fe acendrada pero tampoco recursos. En los últimos años, ese extremismo ha ido relegando al islam tradicional, ligado al moderado rito malikí.

La excepción de Boko Haram

La irrupción de Al-Shabab en Somalia guarda ciertas concomitancias con la de los talibanes afganos. Su éxito se halla vinculado al colapso de una república que nunca se sustrajo a su entramado de clanes y acabó convertida en reino de taifas. La anarquía y el hartazgo ante los abusos de los señores de la guerra impulsaron el movimiento islamista y, al igual que en Malí, la cooperación internacional, auspiciada por Washington y Bruselas, impidió la victoria absoluta de los radicales, que aún controlan buena parte de su geografía. Como sucedió en Kabul, la intervención extranjera, etíope y keniana fundamentalmente, se convirtió en una causa común para los yihadistas y las costas del Índico, en un polo de atracción para radicales de todo el mundo, individuos procedentes de la diáspora y conversos venidos de Occidente.

El fenómeno de Boko Haram resulta excepcional porque su enemigo no es un país débil, sino la primera potencia económica de África. El crecimiento exponencial experimentado en cinco años por la primera comunidad de salafistas creada por Mohammed Yusuf pone de relieve las contradicciones internas, principalmente en el norte musulmán, bajo una estructura de poder tradicional al que el restablecimiento de la democracia ha respetado las prebendas. La lucha contra los insurrectos por parte del Gobierno de Abuja, modelo de insensibilidad y corrupción, ha devenido en un constante repliegue que aventura, además, la posibilidad de generar un enorme foco de conflicto en el convulso Golfo de Guinea.