Un grupo de manifestantes corta el tráfico en una calle de Belo Horizonte. :: NELSON ALMEIDA / REUTERS
MUNDO

Las protestas que Dilma no supo ver

El descontento de la sociedad brasileña pone en jaque a la presidenta, incapaz de atraer a los jóvenes con sus reformas

BUENOS AIRES. Actualizado: Guardar
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Encandilada con la versión del 'milagro brasileño' -más aceptada en el exterior que en el escéptico mercado nacional-, la presidenta Dilma Rousseff sigue preguntándose qué es lo que hizo mal para que su Gobierno, que parecía tan popular, haya sido puesto en jaque en cuestión de días por un grupo de jóvenes estudiantes que arrastraron con su candor a una multitud variopinta de descontentos. Si continúa empeñada en avistar un horizonte tan lejano como el de las protestas que sacuden al norte de Africa o Turquía, la perplejidad persistirá porque esos procesos son muy diferentes de lo que está ocurriendo en Sudamérica con la nueva generación de exigencias a gobiernos progresistas.

En cambio, si mira más cerca, a Argentina y Chile, países con recorridos similares, verá cuáles pueden ser sus propios errores, y tomará algunas ideas acerca de cómo se puede tener al menos a un masa crítica de la esquiva juventud dentro del proyecto y no fuera. En esos países, los gobiernos parecen haber captado -algunos a la fuerza- que los jóvenes en la calle son un esmeril capaz de degradar lentamente la popularidad del mejor Ejecutivo.

En Argentina, Cristina Fernández tiene la Cámpora, una agrupación juvenil que se constituyó en su más leal apoyo y que no es previa a su Administración sino que la construyó el kirchnerismo. Sus integrantes son omnipresentes. Están -y con recursos- en cada espacio de Gobierno, pero también en los barrios, en las escuelas secundarias y en universidades. Por eso fue clave para Cristina impulsar el voto desde los 16 años.

La expresidenta socialista chilena, Michelle Bachelet, lo está haciendo ahora. Las protestas estudiantiles que comenzaron durante su gestión (2006-10) y que golpean ahora al Ejecutivo de su sucesor, Sebastián Piñera, podrían apaciguarse si se incorpora a los jóvenes en el próximo Gobierno que, según las encuestas, será una nueva administración de Bachelet. Para ello, la concertación de centroizquierda debió sellar una alianza con los comunistas.

Dilma ha consolidado muchas de las conquistas sociales del Gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva, pero ha descuidado otros flancos. El sociólogo y profesor universitario Emir Sader, uno de los intelectuales más brillantes de la izquierda brasileña y miembro del Partido de los Trabajadores (PT), decía estos días que «el Gobierno no tiene política para la juventud», y ese error, alertó, es característica de la izquierda.

Los jóvenes del Movimiento Pase Libre (MPL), que protagonizan las manifestaciones de estos días, no son apolíticos ni de derechas. Cuando lograron la rebaja del precio del transporte público, lo celebraron cantando la marcha de la Internacional Socialista. Pero rechazan la vieja política, sus formas clientelistas y corruptas, y quieren un diálogo y una participación mucho mayor que la que hoy tienen. Se podrá argumentar que no son tantos, pero su gran poder ha quedado demostrado en estas dos semanas de protestas.

Supieron interpretar el descontento hasta que los superó. El MPL coincide con las críticas a la corrupción y a los excesivos gastos que se llevan los eventos deportivos que tienen al país como sede. Quieren también más educación y sanidad, pero rechazan ser arrastrados por sectores conservadores que piden mano dura, son homofobos o racistas. La falta de atención de Dilma a estos temas generó huecos que fueron ocupados, por ejemplo, por el creciente bloque evangelista del Congreso que avanza en sus propuestas de cura para los homosexuales, en la idea de quitar poder al Ministerio Público en la investigación penal para dársela a la Policía o en la de volver atrás con los avances hacia la despenalización del aborto. En las protestas muchos jóvenes se decían preocupados por esos proyectos. En contraste, y más allá de las críticas al tipo de construcción política, la presidenta de Argentina -y antes su esposo, el fallecido Néstor Kirchner- consiguió seducir a una multitud de jóvenes que hoy ocupan cargos de peso en la estructura de gobierno y también en el territorio, en los barrios populares y en centros de estudiantes. La organización paradigmática de los jóvenes kirchneristas se llama la Cámpora, en alusión al expresidente Héctor Cámpora, que fue elegido en 1973 para renunciar y permitir el regreso del líder del movimiento en el exilio, Juan Perón. Cámpora fue siempre la imagen de la lealtad.

El ejemplo de Cristina

El grupo surgió con Kirchner y lo lidera -desde la sombra- Máximo, su hijo, de 36 años. Pero su referente visible es el diputado Andrés Larroque, secretario general del movimiento. Con la muerte de Néstor, Cristina se abrazó a ellos y abandonó las estructuras partidarias. Se cuestiona, y mucho, el espacio que fueron ganando en puestos claves en los últimos años, pero ella insiste en que la incorporación de la juventud a la militancia es el mayor logro de su gestión. Lo cierto es que hoy casi no hay organismo en el Ejecutivo o el Legislativo en el que falte al menos un referente de la Cámpora, casi siempre en la segunda línea.

En Chile, el divorcio entre Gobierno y juventud ha provocado fuertes dolores de cabeza y desestabilización tanto a Ejecutivos de centroizquierda como de derecha. Los estudiantes tienen un enorme poder de movilización y arrastran a otros desencantados. Este año Bachelet les prometió un lugar si gana las elecciones de octubre y más que eso, se comprometió a reformas de fondo en educación y en materia tributaria, y pagó el coste político de sellar una alianza con el Partido Comunista.

La emblemática dirigente estudiantil universitaria Camila Vallejo, del Partido Comunista, ya no militará desde la calle. La joven de 25 años, que compite por un escaño al Congreso, compartió escenario con Bachelet este mes en la campaña para los comicios internos que se realizan el 30 de junio. Vallejo, antes acérrima crítica de la Concertación, ahora confía en que el próximo gobierno, si gana Bachelet, incorporará algunas de las demandas que los jóvenes vienen pujando por colocar en la agenda desde la Revolución Pinguina de 2006. Y en Brasil parece que ocurre lo mismo, pero Dilma no lo ha sabido ver.