Tribuna

Víctimas

PROFESOR Y ESCRITOR Actualizado: Guardar
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Andamos tan preocupados por los niveles del colesterol que casi nos olvidamos de la anemia que nos está matando. Resulta muy fácil establecer una comparación entre la situación social y económica que vivimos y un organismo enfermo. Los niveles de colesterol vendrían marcados por los índices bursátiles, los intereses de la deuda y la dichosa prima de riesgo, auténtica ménade esta última con cuyos desvaríos no despertamos cada mañana. Nuestra anemia viene marcada por el número de parados, con la gravedad que esto acarrea no sólo por el deterioro económico y psicológico de quienes lo sufren, sino también por la sangría que este desaprovechamiento de creación de riqueza para cualquier nación supone.

Por otro lado, mientras el colesterol es una enfermedad lenta, diríamos de efectos a largo plazo, según vayan determinando las fechas del pago de los intereses, una enfermedad que va minando al organismo sin apenas manifestaciones externas, el paro, por su parte, aflora de inmediato en la epidermis social y sus efectos son terriblemente visibles. El paro es nuestro principal problema médico y, por el protagonismo mediático de aquellos otros índices, con frecuencia se nos olvida.

Por huir del terreno deshumanizado de las cifras y referirme a mi más cercana realidad, diré que en Medina Sidonia el número de desempleados ronda en torno a los dos mil quinientos sobre una población que no llega a la docena de miles de habitantes. Si tenemos en cuenta que la inactividad de cada una de esas personas puede y, de hecho, afecta económicamente a toda su familia, el daño que el paro produce en una población como la nuestra resulta devastador.

La economía local hace ya mucho que cambió su secular modelo agrícola y ganadero por el de la construcción y los servicios. Era aquella una economía de explotación, permanente miseria e incluso hambre cuando el rigor de los cielos se cebaba en las cosechas. De todas formas, garantizaba el empleo de los varones y, con ello, la supervivencia de todo el grupo familiar. El paro no había alcanzado todavía la consideración de concepto técnico que hoy que le otorgamos, sino que formaba parte del ciclo que, en los períodos de inactividad agrícola, obligaba a los jornaleros a buscarse la vida en la recolección de los productos silvestres que esta tierra procura. Caracoles, cabrillas, espárragos, tagarninas, cogollos de palmas y la caza menor del conejo, la perdiz y otras especies de pájaros, junto con el cultivo de las parcelas de huerta recibidas por algunos en herencia, contribuían entonces a la dieta alimenticia de la mayor parte de la población o, cuando menos, le procuraba unos mínimos ingresos a la espera de las temporadas de siembra, castra o siega.

En primer lugar la creciente mecanización de las labores agrícolas y, ya en épocas más próximas, las subvenciones europeas que invitan a los propietarios a dejar los campos baldíos, el aumento del número de cotos privados de caza, el desarrollo de los medios policiales contra el furtivismo, el mayor rigor de las leyes de protección de las especies ornitológicas, la casi nula rentabilidad del trabajo hortelano y la sobreexplotación de los recursos silvestres, han ido estrechando el círculo de posibilidades de alimentación de los más desfavorecidos. Esta continua presión fue obligando a los jóvenes a la emigración, cuando no al extranjero, hacia el sector de los servicios o el de la construcción.

Fue el precio que aquí se pagó por engancharse al tren de la modernidad, y fue precisamente en este último sector donde se produjo la más reciente explosión económica que, de golpe y porrazo, cegó los ojos de quienes se vieron con ello instalados en el paraíso de los llamados países ricos, y comenzaron así a amarrar a los famélicos perros del pasado con las longanizas de un presente engañoso. Todavía circulan por las calles del pueblo unos cuantos de aquellos coches de alta gama con los que se premiaron a sí mismos, o a sus hijos adolescentes, aquellos que creyeron haber encontrado el Dorado en el cemento y son ahora principales víctimas de las dentelladas que suponen los desahucios. Desahucios que practican los mismos bancos que en su momento les hacían firmar hipotecas no sólo por el valor total de la vivienda, sino que también sumaban el precio del coche, el del completo mobiliario y hasta el del viaje de novios.

Esfumada, pues, como el espejismo que era, la burbuja artificial de la riqueza, y desaparecido también el ancestral modelo agropecuario, los jóvenes que desaprovechan la oportunidad que el sistema educativo les ofrece para escapar de este callejón sin salida, que son gran mayoría, se ven ahora condenados a inscribirse en las listas del paro en la agónica espera del contrato basura que les permita cuando menos afrontar los gastos básicos de la existencia, si no se deciden a hacer la maleta.

Las enormes masas de capital que han acumulado quienes son los verdaderos culpables de esta situación exigían el sacrificio de todas estas víctimas que colapsan hoy los sistemas informáticos del SEPE, tratan de poner a salvo sus orejas de las tijeras del gobierno con precarias prácticas de economía sumergida, acuden a los bancos de alimentos o se reúnen en torno a la olla de los abuelos. Sin querer pecar de catastrofista, el futuro que se nos avecina en estos pueblos, si alguien pronto no lo remedia, amaga con degenerar hasta otras Uvas de la ira antes que alcanzar el modelo de la Europa próspera y unida con el que cierto día soñamos. Que su Steinbeck nos coja confesados.