EL CANDELABRO

MURPHY

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A la famosa y funesta Ley de Murphy habrá que oponer ahora la prodigiosa Ley de Schettino. En la de Murphy, como ya hemos comprobado tantas veces empíricamente, la tostada siempre cae por el lado de la mantequilla (o sea, el peor escenario posible). La de Schettino, sin embargo, viene a demostrar que un capitán de barco en el momento más crítico de un naufragio resbala peligrosamente y, zas, va a caer dentro de un bote salvavidas que lo devuelve a tierra sano y salvo (mientras gran parte del pasaje encallado se queda haciéndole de todo menos la ola, supongo). El fortuito y afortunado resbalón es la última versión de los hechos que ofrece el capitán del Costa Concordia, un hombre al que, en el momento del impacto, me lo imagino juntando los dedos y exclamando: ¡Ma che cornuto ha puesto ahí esa roca! Casualmente, la noticia del naufragio italiano me sorprendió a mí en el primer destino crucerista del mundo: la pequeña isla de Cozumel, en pleno Caribe mexicano. Pero no subida a una de esas moles de recreo, a uno de esos bloques de veinte pisos flotantes, a uno de esos megacentros comerciales con chimenea y puente de mando... ¡No! Yo amo demasiado el mar como para bebérmelo a granel cual si fuera un vino barato. Pertenezco a la cruzada anticrucero. Pero aquí viene la otra casualidad. Resulta que de Cozumel regresé ayer a Barcelona vía Atlanta, y con Delta. O sea, en el mismo vuelo que Iñaki Urdangarin. Esto para cualquier periodista sería como ver cumplida la Ley de Schettino (la del mejor escenario posible) si no fuera porque a Iñaki ni le vi. De su presencia me enteré por el telediario (Ley de Murphy). Supongo que embarcó de los últimos y en preferente, mientras que esta periodista iba en turista, cerca de la cola. Y ahora que sé que él y yo hemos compartido una noche de inolvidables turbulencias (sí, el vuelo ha sido de santiguarse varias veces, agnósticos incluidos), me habría encantado observar si alguna de esas sacudidas le movían una ceja al ya de por sí vapuleado duque de Palma.