Sociedad

La cabeza de Guti ¿Por qué el futbolista madrileño no deja de meterse en líos?

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El pasado domingo, 23 de octubre, conmocionado por las imágenes del Gran Premio de Malasia de Motociclismo, José María Gutiérrez Hernández cogió su móvil y tecleó un mensaje de condolencia: «Descansa en paz, Limoncelli». Como todo el mundo supo interpretar, Guti se refería al piloto italiano Marco Simoncelli, muerto durante la carrera de la Moto GP. Fue un desliz, pero la metedura de pata corrió a toda pastilla por la red y el futbolista madrileño se convirtió pronto en motivo universal de chanza. Guti no lo pudo soportar: «Sabía que muchos se iban a quedar con mi error de la L por la S, pero me la pela a dos manos -escribió-. Que os jodan, porque ninguno recibirá respuesta».

Mentira. Minutos después, varios aficionados hostiles (la mayoría confesos seguidores del Barcelona) lo asaeteaban con puyazos cada vez más subidos de tono. Uno de ellos, Quim Vancells, le dijo algo en catalán. «Lo siento -le respondió-, no entiendo ese dialecto o ese idioma. ¿Es polaco?». Poco después, decidía anularlo como 'follower' (seguidor). Para qué más. El incendio alcanzó proporciones pavorosas y tanto olía a chamusquina que el propio Guti quiso lanzar un mensaje conciliador, aunque con sus inevitables gotitas de mala baba: «Pensé que era polaco. Lo siento por los catalanes que se hayan ofendido. Nada contra ellos y contra su idioma, pero no lo entiendo. Paz y amor».

Durante los días siguientes, ha habido de todo menos paz y amor: mensajes de apoyo, gritos nacionalistas de uno y otro bando, insultos descarnados... Desde su exilio voluntario en Turquía, aburrido por su pertinaz suplencia en el Besiktas de Estambul, el centrocampista de Torrejón de Ardoz ha vuelto a liarla. ¿Por qué? ¿Qué tiene en la cabeza Guti? ¿Realmente le falta un hervor? ¿Acaso le gusta la bronca? ¿Por qué concita tanto odio? A los 35 años, el creativo futbolista apura sus últimos días como profesional. Pronto se retirará y su magia quedará confinada en las videotecas. Y aquellas preguntas seguirán colgando en el aire, sin una respuesta definitiva.

El niño rockero

La historia de José María Gutiérrez Hernández (Torrejón de Ardoz, Madrid, 1976) es una historia mil veces contada: un niño de suburbio, nacido en el seno de una familia humilde, que siempre soñó con ser futbolista y al que le gustaba mucho la música rock. Todo el día se lo pasaba canturreando 'The final countdown', el pegadizo bombazo del grupo Europe, a cuyo vocalista, Joey Tempest, emulaba con entusiasmo. Era un estudiante regularcillo, más por falta de actitud que por falta de aptitud: solo quería darle patadas al balón. Comenzó a jugar a los siete años en el Rayito, un equipo local, hasta que un ojeador del Real Madrid lo animó a ingresar en el club blanco. Tenía nueve años. Su madre, Carmen Hernández, vigilaba los gastos, le remendaba las botas, le amonestaba por no correr más en el campo y todos los días le acompañaba en tren desde Torrejón de Ardoz hasta la ciudad deportiva. Entonces sus entrenadores y sus compañeros le llamaban Jose, sin acento, aunque pronto le colgaron el apodo de 'Schuster'. Llevaba el pelo rubio y peinado a lo Príncipe Valiente, como el centrocampista alemán, con quien además compartía estilo de juego, capacidad técnica y una cierta indolencia: «El fútbol no consiste en correr treinta kilómetros, sino en estar en el sitio justo», repetía el joven futbolista.

Esa imagen de jugador abúlico siempre le ha perseguido. El público del Bernabéu basculaba entre la ovación asombrada y el abucheo, a veces con pocos minutos de diferencia. Pero nadie, ni siquiera sus más cerrados detractores, pudo jamás negarle a Guti la magia sorprendente de su pierna izquierda. «Hay más talento en una uña de ese pie que en toda la plantilla madridista junta», exclamó un extasiado Paco González, entonces locutor de la Cadena Ser, el 30 de enero de 2010 en el estadio de Riazor (La Coruña). La hipérbole estaba justificada: el número 14 acababa de inventarse la jugada que resume toda su trayectoria; el gesto por el que será recordado toda la vida. En el minuto 39 de la primera parte, Kaká le pasó el balón a Guti, que encaró al portero del Deportivo, Dani Aranzubía. Todo el mundo esperaba un remate, un quiebro, un posible penalti... Eran las únicas opciones que parecían lógicas. Pero Guti, un cerebro poco cartesiano, decidió ceder la pelota a su compañero Benzema con un taconazo sutil, un adorno inaudito, casi milagroso, que dejó el balón muerto a los pies del delantero francés mientras el portero, la defensa entera y los 20.000 espectadores de Riazor miraban para otro lado, atónitos, pasmados, sorprendidos, definitivamente vencidos.

Desde crío, José María Gutiérrez venía ofreciendo estas pinceladas de genio. Por eso llegó al primer equipo y por eso se quedó ahí 14 temporadas, mientras iban y venían otras estrellas mundiales, fichadas a precios desorbitados. Pero Guti jamás se ganó la estima de la grada... ni de sus muchos entrenadores. Con todos, salvo con Vicente del Bosque, se las tuvo tiesas. Su carácter volcánico, su chulería de niño superdotado y esa molesta sensación de tipo haragán, que se limitaba a ofrecer dos o tres detalles por partido, le condenaron con mucha frecuencia al banquillo. Solo don Vicente, con su inteligencia de profesor bonachón y tranquilote, lo supo entender: «Guti es un buen chaval, pero con él funciona mucho mejor la zanahoria que el palo», solía decir. También Jorge Valdano trató de desmentir la creencia oficial: «Da gusto tratarlo, digan lo que digan sus detractores». Y algunos compañeros (Raúl, el brasileño Ronaldo, Eto'o, Sneijder) y muchos amigos (Fonsi Nieto, Álvaro Benito, Dani Martín, Leiva, el vocalista de 'Pereza') lo confirman. ¿Con qué cara de José María Gutiérrez debemos quedarnos?

Ayuda psicológica

Con las dos. Guti, según él mismo reconoce, es un tipo extremadamente tímido: jamás se abre a las primeras de cambio y cuesta mucho penetrar en su mundo íntimo. La fama, el dinero, las portadas de la prensa, los halagos, los insultos... todo le vino demasiado de golpe. Incluso debió recurrir a la ayuda psicológica para digerir una presión que a veces se le ha hecho insoportable. Reconoce que jamás fue tan feliz como cuando tenía 16 años y que únicamente empezó a sentir el aguijón de la soledad cuando se volvió rico y famoso. «Detesto los móviles y sobre todo los móviles con fotos. Me han hecho la vida más complicada», confiesa. Se casó a los 22 años, con la presentadora Arancha de Benito, y tiene dos hijos, Aitor y Zaira. Diez años más tarde se divorció y ahora parece estar viviendo una nueva adolescencia, con menos granos, más novias y muchísimo más dinero. Ni siquiera su condición de padre de familia ha frenado su interés por frecuentar los locales nocturnos de moda y por cultivar algunas amistades poco recomendables, como esas starlettes cutres que enseñan cacha en Telecinco mientras se despellejan unas a otras. «Todo en la vida tiene su momento», dice. Incluso ha tenido algún problema con la policía turca por conducir con alguna copa de más.

Guti siente que se le acaba el tiempo. Después del Besiktas, quizá todavía pruebe la rentable experiencia de jugar en Catar o en Arabia Saudí. O quizá por fin se retire y haga realidad su último sueño: comprarse una moto, coger sus palos de golf e irse a vivir a Bangkok. La cultura oriental y la comida tailandesa le apasionan y su ciudad, Madrid, se le ha vuelto demasiado asfixiante.

En el programa 'Informe Robinson', de Canal Plus, un antiguo maestro de Guti en el colegio La Gaviota, de Torrejón, desempolvó su expediente. Allá, en un papel amarillento, escrito con la caligrafía insegura de las viejas máquinas de escribir, aparecían subrayadas las palabras que definían el carácter del niño José María Gutiérrez: «Agresivo, inquieto, líder, espontáneo, charlatán». Treinta años después, habrá que concluir que Guti, en el fondo, sigue siendo el mismo.