Tribuna

No tengo futuro, pero tengo razón

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Escuché esa frase a un liberal. Tenía toda la razón. Pero la vida política está llena de tópicos y estereotipos. Por eso, hoy más que nunca, hace falta decir las cosas como son. Hay que ponerse el mundo por montera y arrinconar para siempre eso que dicen llamarse «políticamente correcto». Eso supone, diagnosticar la situación con frialdad y objetividad. Lo que implica, que las medidas que se propongan sean racionales y posibles, y susceptibles de alcanzar el fin propuesto. Lo demás, es lo de menos, porque no nos valdrá para nada. Es lo que ha pasado estos últimos cuatro años. Los socialistas no han sido consientes de que en economía el tiempo es dinero y su sólo transcurso, supone un coste que deberá ser medido en términos de coste de oportunidad. De ahí la expresión «el tiempo es oro».

El pensamiento único pretendido por la izquierda española, ha denostado todo lo que no sea impregnado por los principios en los que se sustentan esas políticas. Precisamente, lo que urge es desmontar la parafernalia creada en torno a la bondad y otros atributos inspiradores de las políticas de izquierda, para salir de la crisis. Hasta la fecha, las medidas propuestas por ZParo sólo son medibles en términos de nuevos desempleados. Ah, y que no se nos olvide, todo ello con el total beneplácito sindical.

«Transparencia, raciocinio y método». Tres elementos para entender que la política deja de ser obra de titiriteros e intentar hacer posible lo imposible. Nada mejor que toparse con la realidad, aceptarla y tomar las decisiones apropiadas. Pero cuando Wikileaks define al presidente del Gobierno como izquierdista trasnochado y romántico, no sólo debemos echémonos a temblar, sino que deberíamos salir corriendo. Ahora, la cruda realidad parece haber cambiado el look del presidente, que se asemeja al de un moderno y desacomplejado liberal, paradigma del «neocom». Pero no hay nada peor que aparentar y no creer en lo que se hace. De ahí, la eficacia de las reformas emprendidas, que ni son suficientes, ni han sido eficaces.

«Confianza», concepto anhelado por la situación de desesperanza que impregna al país y que lo tiene sumido en la crisis más profunda jamás conocida. España se ha ganado a pulso el descrédito económico. No le vayamos a echar la culpa de nuestros males a los llamados «mercados», precisamente porque intentan rentabilizar la situación de debilidad. Los mercados son, ni más ni menos, los financiadores necesarios del llamado «Estado del despilfarro» en el que se ha convertido nuestro mal llamado «Estado del bienestar».

«Hipotecas». Sí las hipotecas de los ciudadanos representan un gravísimo problema para el desenvolvimiento ordinario de un importante número de familias. Las «HIPOTECAS» contraídas por el Gobierno, sobre todo la que se han echado voluntariamente con los sindicatos, que imposibilitan la toma acertada de decisiones de política económica, asfixian a la sociedad española en plena crisis y debilitan el ya maltrecho margen de maniobra para la recuperación económica. Pero, a colación con ellas y teniendo en cuenta que una de las tres novedades del programa electoral de D. Alfredo, es la relacionada con la dación en pago, diremos haremos alguna referencia al respecto. Desde siempre han existido siempre que sea acordado así por los contratantes. Sobre hipotecas, tenemos una carta más que variada. Así es que cada cual tome la opción que más le convenga. Se promulgó la Ley 41/2007, posibilitando un abanico importante de nuevas modalidades. La hipoteca «inversa», la hipoteca «global, flotante o de máximo de garantía de diversas obligaciones». Pero, una vez más la norma desaprovechó la ocasión para mejorar y abaratar las garantías hipotecarias.

«Huelga». Una ley de huelga similar a la de los países de nuestro entorno es absolutamente prioritaria. Con sentencias como la del Tribunal Constitucional de 3 de octubre de 2011, urge más que nunca normativizar con claridad la actuación de los piquetes y acomodarla al derecho al trabajo de los demás trabajadores que no secunden la situación, amén del derecho del resto de ciudadanos a seguir viviendo.

«Diálogo social». En los últimos años éste se ha podido definir como «Diálogo de sordos o de besugos». El Gobierno ha venido transmitiendo el mensaje de que patronal y sindicatos están comprometidos a llegar a acuerdos para sacar al país a flote. Sí en los albores del período democrático el «Dialogo Social» tenía una especial justificación, producto del momento y sobretodo de los Pactos de la Moncloa, hoy la situación política y las circunstancias económicas son distintas. Además, esa influencia, en absoluto se ha correspondido con la eficacia real de lo acordado. El Parlamento es el ámbito natural del debate político y por ende del debate socioeconómico. No cabe admitir que el papel de los agentes sociales abrogue la legitimidad del pueblo representado en la Cámara de representación.

«Negociación colectiva». Si el objetivo de la reforma laboral es la creación de empleo, la primera cuestión a reformar es el ámbito de aplicación de los convenios colectivos. Sólo en el ámbito de la empresa, se debieran negociar aquellas cuestiones que directa e indirectamente inciden en la productividad del factor trabajo.

«Subsidios». No voy a entrar al trapo y responder las «groserías catalanas» achacables sólo a las formas, que no al fondo del asunto. Me referiré a esto último. Hay que terminar con un país «plenamente subsidiado». Eso posibilitará bajar la presión fiscal, incluido las cotizaciones sociales, como mecanismos necesarios para la creación de empleo. Se ganaría en productividad del factor trabajo y se mejoraría la competitividad empresarial.

«Territorialidad». A finales de 2008 'The Economist' publicaba un demoledor informe sobre el funcionamiento de la España autonómica. La ambigüedad mal calculada de nuestros constituyentes en 1978, nos ha llevado al desastre autonómico español. Es necesario solventar el desaguisado.

Sólo una aparición «mariana»/o y la ayuda de Dios pueden evitar agrandar el desastre al que nos ha llevado este gobierno del flower power". Me conformo con que los votantes el día de las elecciones exijan al vencedor de la contienda, la imposición de un límite al gasto público. Sería todo un ejercicio de responsabilidad cívica. No sólo significaría tener la razón, sino también futuro.