TRES MIL AÑOS Y UN DÍA

LA CATEDRAL DE CÁDIZ EN LA CALLE DEL INFIERNO

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La vida es una tómbola, como dijo el clásico. La cofradía del Nazareno organiza hasta hoy domingo una feria infantil benéfica a las puertas de la Catedral de Cádiz. Dicha calle del infierno, entre coches de choque y otras atracciones, tiene por objeto un fin social de primer orden en la ciudad de los 15.000 parados: proceder a restaurar la imagen del titular de la hermandad y a las obras de caridad de la misma, que naturalmente no se especifican pero que podrían relacionarse con los comedores sociales. El jueves, por ejemplo, los niños de las asociaciones Afanas, Aspademis, Cruz Roja y de Enfermos de Espina Bífida e Hidrocefalia pudieron acceder a los cacharritos.

¿Qué habría ocurrido si dicha iniciativa hubiera sido adoptada por la Alcaldía en tiempos de Carlos Díaz y sus beneficiarios fuera, un poner, la Asociación Pro Derechos Humanos? Ya me imagino los discursos incendiarios en contra del rojerío iconoclasta de la ciudad.

Loable propuesta la de ahora, sin embargo, si la instalación de dichas atracciones no hubiera convertido al entorno de la catedral gaditana en Horteraland. Más de uno estaría tentado de reclamar que fuera declarada feria de interés turístico y que permaneciera para siempre en ese enclave tan apropiado y cuyas luminarias tapan todo el frontal del más célebre edificio del siglo XVIII de Cádiz.

Pero dicha performance contra la belleza no sólo debiera llamar al escándalo a los católicos y cristianos, que hasta ahora no han dicho oficial ni extraoficialmente ni pío. Se trata de un claro atentado contra un Bien de Interés Cultural (BIC), como está calificada la Catedral y sus aledaños, un extremo que ha denunciado la oposición sin que se hayan convocado manifestaciones en su contra. Imaginen que, por poner dos casos bien distintos, en Sevilla hay formada la marimorena por la imposibilidad patente de que la estatua de Juan Pablo II pueda ubicarse en las proximidades de la Giralda y la Consejería de Cultura mandó inspectores al Valcárcel para comprobar que los indignados no habían daño el edificio al limpiarlo o al colocar pancartas en su exterior.

Cádiz presume de un hermosísimo casco histórico dieciochesco pero no le importa llenarlo de colorines desde las exposiciones ambulantes que suelen poblar la Plaza de San Antonio a los sucesivos chiringuitos con que nuestras autoridades toman la plaza de la Catedral. A falta de aquella entrañable explanada del Parque Genovés en los años 70 y 80, ¿no podían utilizar ahora para tales menesteres algún solar de la barriada, algún ángulo muerto de astilleros o un portal de Los Pijamas? O puerto América o el muelle, que tampoco es mucho pedir y quedan más a mano. Incluso en la amplia Plaza de Sevilla abultarían menos estas instalaciones de chipichanga, este perpetuo homenaje al plástico. La verbena de la Catedral no ha pasado siquiera por la comisión provincial de Patrimonio y, que se sepa, no forma parte del programa de atracciones de los cruceristas que visitan la capital y a quienes quizá podría entregárseles un premio por la instantánea más original que lleven a sus países de origen como recuerdo de una de las supuestas plazas emblemáticas de la trimilenaria.

Cualquier día le darán permiso a un circo para levantar su carpa sobre los sarcófagos fenicios. O autorizarán la apertura de un restaurante de comida rápida en las cuevas de María Moco o en las murallas de Puerta Tierra, tal y como hicieron en su día con el edificio donde aún ondeaba la añeja placa de taxis Alcaraz con el jurásico número de teléfono 1727, hoy sustituido por un llamativo neón rojo.

En intramuros, un estrafalario mobiliario urbano llena las calles gaditanas en toda época del año, mientras una vistosa cartelería de toda suerte afea la fachada de casas palacio y otros edificios sin que ningún organismo mueva un dedo para evitarlo. Ahora, a los ya tradicionales paneles publicitarios del memorable lema «Con el Ayuntamiento de Cádiz, si», han venido a unirse unas pantallas formato cinepascope de las que cuelgan todo tipo de anuncios animados de firmas comerciales. En ellas puede leerse que el Ayuntamiento no paga nada por las mismas y, de tarde en tarde, sirven como agenda de actividades culturales, sociales, cívicas o anuncios de la Corporación. Sin embargo, lo que cabría preguntarse es si el consistorio cobra o no lo hace y, en este último caso, por qué malvende un espacio tan provechoso que, de verse favorecido con otra gestión, redundaría en algún que otro ingreso para las depauperadas arcas de San Juan de Dios en donde, al paso que vamos, terminará por celebrarse un congreso de los hombres del frac, bien sea contratados por las agrupaciones carnavalescas, por los comerciantes o por las asociaciones de vecinos, boquerones perdidos, a verlas venir y a dos velas porque el gobierno municipal debe hasta de pagarles.

Haría falta un poco de memoria histórica: cuando aún no nos había sobrevenido la democracia, por mucho menos de todo esto, el grupo Drago logró limitar la altura de un edificio que afeaba la perspectiva de Puerta Tierra. A ver como nos quedan los ocho pisos del parador. A este paso, Cádiz puede ir pensando en hermanarse seriamente con Benidorm o con Torremolinos.