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Lea en exclusiva un capítulo de la biografía de Poli Díaz

Un crío 'echao p'alante'

Del libro 'A golpes con la vida' (Ed. Espasa), a la venta el martes 26

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Nada más volver de Usánsolo ya me hice el chulito de la pandilla, el más gamba. Como había estao tanto tiempo salvaje por el monte, tenía una forma de ser muy jodida y no se me ponía nada por delante.

Unas vacaciones que fuimos al pueblo de mi madre, a Extremadura, los chavales de allí quisieron reírse del de la capital, y me retaron a ver si tenía güevos a montarme en un burro que había por el campo. Había trampa, claro, porque el animal aquel era «falso», de los que están picardeaos y tiran coces, y nadie se atrevía a subírsele.

Pero aunque me echó al suelo varias veces, al final acabé en lo alto del borrico y dándome una vueltecita. Ya con ocho o nueve años no me daba miedo nada y no había forma de hacerse conmigo. Por ser así, estuve incluso a punto de morirme un día de Nochevieja. Como tocaba, mi madre nos puso de cenar bien, aunque sin marisco ni nada de eso. Y después, de postre, sacó chucherías y frutos secos, como si fuéramos loros. Pero era lo que podía poner, la mujer.

A mí me dio por comerme todas las pipas y, como me regañaron, por joder empecé a hacerlo con ansia, sin pelarlas ni na. ¡Medio kilo de pipas con cáscara me comí! Habrá a quien le haga gracia, pero la cosa no es para reírse: aquello se fue hinchando poco a poco en el estómago y al día siguiente tenía unos dolores y unos pinchazos que te cagas. Cuando vino el médico a verme, estaba malísimo, casi muriéndome. Y me mandó echando leches para el hospital.

Costó mucho sacarme toda esa mierda. Estuve ingresao dos o tres meses, pero lo superé todo. Ahí se vio, desde pequeñito, lo fuerte que yo era, por la forma en que luché para vivir. Fue el primer combate de mi vida, y lo gané. Los que sí se rieron después fueron unos periodistas de El País que fueron al hospital a no sé qué reportaje y acabaron haciéndome una entrevista. Les dije que llevaba dos meses allí y que no me quería ir, que quería seguir otros dos más porque me trataban de puta madre y de comer me daban carne, que yo no la veía ni por televisión.

Les debí hacer gracia, ya digo, porque al día siguiente me sacaron en el periódico. O sea, que ya desde pequeño salía en los papeles. Y según iba creciendo también me fue conociendo to’l barrio. Mientras más cabrón, más famoso. Todos me buscaban para hacer el gamberro, porque era el más echao p’alante, el que más puntuaba: el puto amo de Palomeras. Decir que venía el Poli era como decir que venía el lobo, pero al final todos los críos querían ser mis amigos. Los más colegas eran el Blas, el Garrido, el Chule, el Dani, el Quique... mucha basca. El Quique, que ahora es pocero, era mi mejor compañero. Vivía al lado de mi colegio y, como era igual de fuerte que yo, también se peleaba con dos cojones. Los cabroncetes aquellos eran también de familia pobre, de currantes, de gente que se buscaba la vida como podía. Me acuerdo que había uno que era feriante y que no le veíamos en todo el verano, claro, porque iba con sus viejos de pueblo en pueblo.

Cuando coincidíamos éramos como los lobos que salen de caza. Y más por la noche. No parábamos de hacer putadas. Una época nos dio por levantar las uralitas de las chabolas vacías y jugar a «Lo que hace la madre hacen los hijos». Íbamos saltando de viga en viga, hasta que uno pisaba una que estaba podría y se caía a la casa. Pero una baza nos caímos a una que tenía gente, en la cocina, y tuvimos que salir a toda hostia de allí, con el dueño, que era un borrachín, corriendo detrás con un palo en la mano, y nosotros descojonaos de la risa. Eran solo cosas de críos, sin maldá ninguna. Lo que pasa es que estando todo el día en la calle y en los billares había mucho tiempo para pensar y hacer de todo menos bueno. Me acuerdo de cuando vimos la película del Vaquilla, y nos pusimos como locos a imitarle. A mí lo que me flipaba eran las fugas que se pegaba el tío, con la policía pisándole el culo y él jugándose la vida con los coches que robaba.

Así que un día cogí una bici y me fui al Campo las Mulas, allí en mi barrio, y me tiré por un terraplén muy empinao que había, igual que hacía el de la peli. Cuando llegué a la carretera, no pude frenar y me di un hostión contra el 10, el único autobús que venía de Madrid, que no me atropelló de milagro. El conductor salió de la cabina acojonao y pegándome voces:

—¡Pero estás gilipollas o qué, chaval!

Y yo, aunque estaba jodío del guarrazo que me había pegao, que casi me duele todavía, me levanté muy chulito y le dije:

—Pero qué hablas tú, pringao, que yo soy el Vaquilla.

Solo me faltó eso decirle eso de «alegre bandolero», que le cantaban Los Chichos.

Hablando de bandoleros, mi ídolo era Curro Jiménez. Y, si sacamos películas a relucir, las que más me molaban eran las de kárate, las de Bruce Lee. ¡Qué manera de repartir hostias tenía el chino ese! A toda la banda de mi barrio nos tenía enganchaos. Salíamos del cine de verano como motos, haciendo el karateca, y yo directamente me subía a los capós de los coches a dar patadas. Lunchakos de esos nunca me hice, como otros que los montaban con palos de escoba y cadenas. No los sabía manejar y me daba siempre en la cabeza. Debe de ser que estaba ya predestinao a pegar golpes directamente, sin herramientas.

También me gustaba hacer motocrós por los descampaos, con Vespas que me «encontraba» aparcadas por ahí. Bueno, primero empecé con los carros que nos hacíamos con tablas y rodamientos de los coches, y luego ya con las motos. También me pegué más de una hostia, como cuando me metí en el patio de una casa, entre las gallinas, de un salto que pegué en una rampa. La vieja que vivía allí se lio a escobazos conmigo, pero aquel día no me hice ni una sola herida, como otras veces, que ya tenía el cuerpo señalao de costras y de cicatrices, hasta en la cara.

Las motos me las «encontraba», digo, pero las bicis las alquilaba donde Nicolás, que tenía un taller. Entonces había muchos negocios de esos en el barrio. Y funcionaban bien, porque una bicicleta buena no la podía tener cualquiera. El de este hombre se llamaba Bicis Colás. Yo se las alquilaba a él y luego se las realquilaba a otros para sacarme un dinerillo. Porque yo también me buscaba la vida, como todo el mundo. Y aprendí pronto a hacerlo.

En Vallecas había que estar espabilao, porque hasta el más tonto hacía relojes de madera. Cómo sería la gente que hasta uno de los directores del colegio nos chuleaba. El tío nos decía que le lleváramos los periódicos viejos que nos encontráramos por ahí, y hasta que fuéramos a pedirlos por las casas, para luego venderlos al peso y darle el dinero a la Cruz Roja. Pero, qué va, la pasta se la quedaba él, pa comprarse el Marca y el paquete de Ducados. Me di cuenta un día que le vi un montón de periódicos y de cartones en la parte de atrás del 127. Y pensé: «Y una polla. A partir de ahora ese dinero va a ser pa mí». Solo tuve que decirles a los compis que me dieran los periódicos, y que ya se los pasaba yo al profesor...

Pero, aunque hiciera eso, yo le tenía mucho cariño a don Clinio, que se llamaba así el hombre. Me acuerdo que era bajito y que fue el primero que me enseñó a leer y a escribir, lo poco que sé. Y me tenía entre sus favoritos porque me mandaba a los recaos, aunque puede ser también que lo hiciera para que no enredara mucho en clase, como una vez que se clavó un compás que le puse debajo del asiento. Ojalá que siga vivo y que viva muchos años más.

No sé por qué, pero ya desde crío me daba cuenta rápido de los trapicheos, tenía mucha facilidá para saber cómo se movía la gente. En ese ambiente había que estar mu vivo para que no te engañaran. Y, a poder ser, mejor que fueras tú el que engañara a los demás. En Navidades me iba a pedir el aguinaldo por las casas, con una pandereta. Y lo hacía solo, porque cuando fui con otros mayores, acabaron quedándose ellos toda la pasta. Sí, había que estar vivo y aprovechar la más mínima, hasta en misa. Porque yo iba misa, sí, pero no porque fuera religioso ni na. Era porque, si se despistaba, le podías mangar alguna moneda a la vieja que pasaba el cestillo. Y si no había suerte, nos llevábamos algún cirio para enredar por ahí.

Por esa época ya había hecho la comunión. Un par de semanas antes me llevaron al centro a comprarme los zapatos, porque yo quería unos zapatos brillantes de charló, en vez de decir de charol. Fuimos en el metro, que yo creo que fue la primera vez que montaba. Y me acuerdo que, viendo zapaterías por la Puerta del Sol y por ahí, mi hermana Reme se empeñó en que le compraran a ella unas zapatillas, las Tórtola, esas de lona que cuando se usaban en verano olían que apestaban. Menudo berrinche se cogió porque no se las compraron. Pero yo tampoco tuve los zapatos que quería, porque al final mi madre escogió unos de goma.

El traje sí que no me lo compraron, porque no llegaba la pasta. Me lo acabaron dejando en la catequesis, uno de segunda mano prestao por alguien. Era blanco, de almirante, y cuando me lo pusieron para probármelo y me vi con tantos galones y tantos cordones, no se me ocurrió otra cosa que decir: «Soy Franco, ¡viva España!».

El día de la comunión, después de la misa, no fuimos a un restaurante ni a un bar para el convite. Eso era para ricos. Fuimos a mi casa, y mi madre puso cuatro pinchos y cuatro platos de aperitivo en la mesa del salón, pero todo muy raspadito. Bien preparao pero muy justito de cantidad. No me acuerdo si me llegaron a regalar algo, pero seguro que relojes y eso no hubo. Antes de que el cura me diera la hostia... consagrada, fui dos o tres meses a la catequesis, pero pasando de todo. El que nos contaba las cosas de religión era simpático conmigo. Debía caerle bien. Porque siempre le he caído bien a la gente que me quería enseñar cosas. Hasta alguna vez que vino una madre al colegio a pedir que me echaran porque habría pasado algo con su hijo, el director y los profesores me defendieron. Me querían y me perdonaban, porque sabían que no hacía las cosas con mala fe, que eran solo picardías de chiquillo.

Enseguida dejé de ir a la escuela. No me gustaba. Al principio, pedía permiso para ir al váter y aprovechaba para pirarme. Hasta que un día, como ya se lo sabían, un profesor no me lo dio. Cuando se lo conté a mi madre —lo de que no me habían dado permiso, no que me iba de clase— me contestó que a la próxima que pasara eso me pusiera de pie y me meara en el pupitre. Y lo hice, nos ha jodío. Como me lo había dicho mi madre...