Isabel Preysler, en el concierto benéfico 'Tango y lágrimas' en el Liceo de Barcelona. / Archivo
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Inmarchitable Isabel

Cumple 60 años esta semana, aunque su cara y su cuerpo lo desmientan; amigos de la reina de corazones intentan desentrañar su misterio

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Ayer me comí una paella riquísima, por eso hoy estoy a zumos». Esta frase, espontánea e inocente, resume la filosofía vital de Isabel Preysler, un equilibrio perfecto (la perfección es su lema) entre el alegre hedonismo y la disciplina férrea, entre la opulencia y el ayuno, práctica que incorporó hace años a su dieta como fuente de salud, «y no sólo porque ayude a mantener la línea sino porque desintoxica y le sienta muy bien al cuerpo. Aunque te ponga de un humor horrible», remata Isabel con una risita... A punto de cumplir los 60, lo hará el próximo viernes, Preysler continúa ejerciendo ese poderoso influjo oriental que la ha llevado año tras año a encabezar las listas de las más elegantes, a ser la 'celebrity' con el caché más elevado de España (80.000 euros por aparición pública), a mantenerse como imagen inmarchitable de firmas tan potentes como Suárez y Porcelanosa. Con ese porte, esa figura envidiable y una sabiduría y un 'charme' que van en aumento, es evidente que su jubilación como reina de corazones ni se contempla.

«No le busques peros, porque no los tiene», me advierte un curtido relaciones públicas que ha trabajado con ella. Y lo cierto es que cuesta encontrar alguna sombra en esta mujer a la que todos definen como «educadísima, cariñosa, puntual, disciplinada, familiar, dulce, seductora y equilibrada». Si acaso, algún punto débil que la humaniza, como su devoción por el chocolate negro (90% de cacao) que necesita tener siempre a mano («Si sabe que no hay chocolate en casa no duerme», cuenta una amiga) o esa reincidente jaqueca que de vez en cuando le castiga con «uno de esos días negrísimos». Por lo demás, Isabel es «la más profesional», «la que nunca tuerce el morro», «la que jamás ha sido sorprendida llevándose un canapé a la boca».

¿Será posible tanta perfección? «Lo es -asegura Luis Galliussi, decorador y buen amigo de Isabel-. No te puedes imaginar el orden minucioso y preciso que reina en su armario. Ella es la disciplina hecha persona». Pero la gente excesivamente diciplinada y perfeccionista (le recuerdo) es a menudo neurótica y muy exigente con los demás... «No es el caso de Isabel -ataja Galliussi con pasión de rendido admirador-. Ella es un amor, cariñosa, atenta, cercana... Y no lo digo solo yo. Un carpintero que estuvo trabajando en su casa me comentó una vez: 'Conozco a muchas señoras con grandes mansiones, pero ella es la única que recuerda mi nombre, me recibe y me acompaña hasta la puerta a despedirme cuando me voy'. En serio, en las distancias cortas es un 'crack'. Tiene las mismas personas a su servicio desde hace muchísimos años. Por algo será».

Para Preysler su casa es sin lugar a dudas su castillo. Conocida maliciosamente como 'villa meona' por su elevado número de cuartos de baño, el espacioso y lujoso chalé de los Boyer en Puerta de Hierro (Madrid) es el refugio dorado donde Isabel recibe algunos viernes a amigas como Elena Benarroch para ver juntas una pelícua (si es una comedia romántica, mejor) o en cuyo pabellón de invierno, con piscina y espectaculares vistas al jardín, le gusta organizar comidas que nunca elabora ella, porque lo de guisar no es lo suyo. «El mejor arroz que he probado en mi vida lo he comido en casa de Isabel», afirma una persona allegada. Le gusta recibir a las visitas frente a la imponente biblioteca, cargada de libros sobre el antiguo Egipto (el vicio de Boyer), «siempre con un zumo recién exprimido», quedarse despierta charlando hasta las tantas por conferencia con su hija Chábeli, que vive en Estados Unidos, o sentarse a escuchar música folk (su favorita), country e incluso alguna canción de su hijo Enrique o (¿por qué no, si ya no hay rencor?) de su exmarido Julio Iglesias. A veces hasta se atreve con el flamenco o con Mozart, «pero siempre con piezas fáciles -advierte la propia Isabel-, que no soy ninguna experta».

La autodesmitificación es uno de los ejercicios favoritos de Preysler en sus más recientes y como siempre contadas apariciones públicas. «Me gustaría tener más facilidad de palabra», ha confesado alguna vez con su voz susurrante y teñida de un levísimo y favorecedor acento extranjero. A menudo, remata las frases con un desmayado ¿Sabes?, que suena más bien a «¿Saes?» y delata una extracción social innegablemente pija. «No soy una esclava de mi imagen», puntualiza por más que ese físico perfecto, mezcla de buena genética, ejercicio físico (natación y pádel), masajes, algún que otro arreglillo quirúrgico y todo tipo de tratamientos corporales lo desmientan. Su rostro ya de por sí agraciado también sería otro muy distinto sin la cirugía y las periódicas inyecciones de vitaminas del doctor Chams. Lo que ocurre es que mientras otras llevan en la cara colgado el cartel de 'operada', Preysler, cuya principal virtud es el sentido común, mantiene todavía un aspecto razonablemente natural. «Menos es más -repite incansable en las entrevistas-. Prefiero llevar una sola joya a ponerme como un árbol de Navidad».

Fotos y retoques

«Es la 'celebrity' más profesional de España», sentencia un relaciones públicas. Y también la que más gana. Porcelanosa y los joyeros Suárez por supuesto se niegan a hablar de cifras. «No voy a entrar en los términos del contrato, pero diré que ella lo vale. Es una herramienta potente y nosotros, desde hace catorce años, estamos encantados», apunta Emiliano Suárez, director de marketing de la prestigiosa firma de joyas bilbaína, en la que Preysler es imagen de la exclusiva colección 'Elite'. Los del azulejo la vieron antes, hace 25 años. «Y entonces no imaginamos que duraría tanto. Pero fue sin duda nuestro mayor acierto», admite un exresponsable de Porcelanosa (firma que ha permitido a Isabel codearse con George Clooney y el príncipe Carlos). Unos y otros destacan el trato familiar, de «sincera amistad» que han llegado a desarrollar con Isabel. Y juran que eso no tiene precio. Pero sí lo tiene. Cuando no trabaja para esas dos firmas en las que está como quien dice «en plantilla», Isabel Preysler no posa en un 'photocall' con una marca detrás por menos de 80.000 euros. «Para que puedan hacerse una idea -precisa un directivo de una agencia de publicidad- a Penélope Cruz hoy día le pagaríamos unos 50.000». Y eso que Preysler ni siquiera tiene representante. «Solo una secretaria de toda la vida que es la que cierra el contrato, siempre preciso y bien explicado. Eso sí, Isabel lo controla todo, hasta el último medio que asistirá al acto. Por eso cuando llega ya no hay nada que discutir, todo son sonrisas. Es de unos modales exquisitos. Pero no se le escapa ni una. Cuando acaba la sesión de fotos, ella se pone las gafas, revisa cada instantánea, elige las adecuadas y sugiere los retoques. En España no hay otra de su categoría profesional».

Y luego está lo del misterio... Para quienes la llevan tratando muchos años, el secreto de la perdurabilidad de la Preysler se debe «a su extraordinaria inteligencia, a su astucia a la hora de dosificar sus apariciones públicas. Podría estar cada día en un sarao, porque la reclaman de todas partes ofreciéndole el oro y el moro. Pero nunca ha caído en eso. Ella administra sus tiempos con sabiduría». Gran carcajada de la interesada... «¡Pero si no lo hago a propósito!», exclama Isabel. Es verdad que va a poquísimos actos sociales. Digamos que a un 2% de los que le llaman. «Pero eso -ataja ella- se debe simplemente a que me gusta quedarme en mi casa». El verdadero misterio para Isabel Preysler es que después de más de cuarenta años en este país todavía la consideremos misteriosa. «Todo el mundo me habla del misterio -comentó en la radio- y yo no sé a qué se refieren. Será quizá porque vengo de un país exótico... Yo desde luego no juego al misterio».

Y sin embargo existe. Quizá no en ella. Pero sí en el admirable fenómeno mediático que representa. Ése que consigue que una mujer de 60 años que ni canta, ni baila, ni actúa ni es una modelo profesional, ni siquiera tiene (según quienes la conocen) el menor afán de protagonismo continúe encaramada, desde hace tres décadas, a la cúspide de la vida social de este país. Y sin jubilación a la vista.