didyme

Púrpura y oro

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Nunca tuvo en propiedad un terno de torear. El último, lo alquilamos en una chamarilería de Córdoba. Púrpura y oro, aquel terno más pareciera un simpecado de los cristeros de Guanajuato que el rutilante atuendo de novillero correspondiente con la acrisolada fama de Antoñito ‘El Caracol’. Con el terno le alquilamos un capote, que fuera de El Viti, una muleta anónima y los demás archiperres. Todo por cien pesetas, sufragadas a escote por sus amigos y subalternos accidentales. El terno le sentaba fatal, pues el maestro que lo encargara en su día, para debutar en la Monumental, fue un hombretón y nuestro toricantano era una musaraña, eso sí muy torera.

La corrida, promovida por unas señoritas que nos cobijaban los domingos en la casona blasonada de una de ellas, para eludir las rondas de la Policía Militar, se organizó en el patio trasero del inmueble, por el porte de patio de caballos que le aportaban sus proporciones agrícolas. Antoñito temblaba como un flan ‘El Mandarín’ hasta que vio que había capilla, donde ya vestido, más de Ecce Homo que de mataor, le pidió arrodillado con gran unción a todas la Vírgenes, hasta a Astarté, buena mano en su debut con picadores. Lo habíamos vestido, entre seis, en la recoleta sacristía, para catalizar todos los sacros ritos en el más recoleto espacio.

Iba a encerrarse con seis macetones inmensos de aspidistra, frondas del Mato Grosso. Su cuadrilla la conformaban, Linares y Cotrino, de banderilleros, aunque éste era judío de Tánger; Domecq, al que sus dos metros de estatura le capacitaban para ejercer a la vez de piquero y caballo, todos vestidos de soldados camuflados de paisanos. A Heredia el gitano se le encomendó el botijo, como «mozoespá» y a mí se me nombró apoderado. Aquellas señoritas, todas de buena familia, veían la corrida desde la balconada del primer piso engalanado con mantones de Manila gaditanos. Muy nerviosas y azoradas. Sonaban floreados pasodobles en el «pickup».

Recibió al primer macetón por navarras y aquello se vino abajo. Formó el taco. Bordó todas las suertes. Una filigrana de la tauromaquia. Cotrino estuvo criminal con las banderillas y Domecq, con un escobón, picó recibiendo. ¡Cuánto lucimiento! Los volapiés esplendorosos. A hombros, lo llevamos hasta el saloncito donde nos esperaban atónitos bizcochos de soletilla. ¡Una tarde memorable!

La vida hay que vivirla para fabricar cielos. Para desorejar los infortunios y elevar a la fama a todo aquel capaz de dibujar paraísos. Para pintar trampantojos de jardines exuberantes por los que correteen niños fantasiosos remontando cometas. Para cocinar berzas con tagarninas irrigadas por emocionadas lagrimitas de mocitas, como las de la que abrazaba entre los jugosos pomelos de sus pechos la montera de Antoñito ‘El Caracol’. La vida es inocencia y este valor no cotiza en la Bolsa. Es toreo de salón.