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Iconos laicos, iconos religiosos

La Iglesia está librando la batalla de las imágenes frente al laicismo

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La estampa de Juan XXIII, aquel pontífice bonachón pero renovador que hizo de la piedad y la caridad los fundamentos de su vida apostólica, fue venerada durante décadas en muchos hogares católicos. Seguro que en la memoria de varias generaciones pervive la imagen de aquella lámina descolorida del llamado ‘papa bueno’ con la sotana blanca y el solideo en la coronilla. Muchos años después de enterrado, los católicos continuaban teniendo en la mesilla de noche a su papa preferido. Entonces el imaginario sagrado en los hogares era variado y heterogéneo. Los más devotos ponían en la puerta un relieve en chapa dorada del Sagrado Corazón. Pero dentro de las casas se alternaban reproducciones de la Ultima Cena, presidiendo el comedor, con el crucifijo de los dormitorios o la Inmaculada de azul cielo que se pasaba de casa en casa recogiendo el óbolo de los fieles. Tenían mucho éxito los cuadros de Murillo y sus vírgenes; las imágenes del descendimiento de Cristo o aquel impresionante Jesús de Nazaret con las manos abiertas desde donde se propulsaba una luz cegadora que ahora identificaríamos con el rayo láser.

En una segunda división iconográfica estaban determinados Santos, objeto de especial devoción gremial, como San Cristóbal atravesado de flechas o San Juan Bautista en el Jordán. Es inabarcable la enumeración de iconos, estampas, rosarios, cruces, vírgenes que salpicaban años atrás la decoración pobre y aburrida de las casas en la España católica. Pero el viento de la modernidad y el ímpetu del laicismo barrió como un vendaval buena parte de la iconografía religiosa doméstica; por no hablar de las escuelas. La Iglesia Católica estaba perdiendo clamorosamente la batalla de la imagen. Incorporaron al santoral figuras carismáticas y globales como Teresa de Calcuta en un intento de dotarse de nuevas armas contra la ofensiva laicista que va imponiendo su propósito de sustituir el antiguo retablo religioso por iconos folclórico-identitarios, deportivos o frívolos.

El duelo se libra entre la carne y el espíritu pero la Iglesia también recurre a laicos como Vicente Ferrer, admirado por su sacrificio en los rincones más inmundos de la tierra. Pero después de Juan XXIII, la Iglesia Católica no había tenido un líder tan carismático como el papa polaco. Y la ceremonia del uno de mayo en la plaza de San Pedro representa la culminación del relanzamiento de su figura como vanguardia en la pugna mediática con sus adversarios del laicismo militante. La metáfora de exhumar los restos del papa viajero encaja perfectamente en la voluntad de la Iglesia de rescatar de las catacumbas del Vaticano un valor iconográfico tan poderoso como el rostro firme y caritativo, determinado y compasivo de Juan Pablo II y capaz de competir con Cristianos y Ronaldos.