leche picón

Joaquín Morales

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Hallábame, en este agosto loco de vino y rosas, jugando al dominó en una tarde en la que el sol despuntaba después de una mañana de lluvia. Por supuesto, ganaba el juego holgadamente, no sólo por mi reconocida maestría o porque mi pareja fuese mi primo Sebastián, sino porque mis contrincantes eran mi padre y mi cuñado Julen, cuyas artes en la noble lid de las fichas blanquinegras no serán, por cierto, objeto de elogios en la posteridad. En estas estábamos cuando, tras un magnífico cierre a blancas que sumó once puntos en nuestro casillero, la conversación, tal vez por puro sonrojo de nuestros rivales, derivó hacia el arte de Cúchares, y alguien referenció una reciente corrida en la que los toros lidiados pertenecían al hierro de Joaquín Morales. Como lo oyen. Del presidente del Xerez. Presté atención a la conversación y constaté cómo se hablaba de la casta y la nobleza de los astados y cómo se hablaba de Joaquín con orgullo, con admiración incluso, como si se estuviese presumiendo del éxito de un paisano. Y reflexioné, pues.

Mi vinculación al Xerez Club Deportivo comenzó en 2001, en aquella temporada gloriosa de los pleitos municipales y del exilio en Sanlúcar que si no acabó con el ascenso a Primera División fue por la decisión de la LFP, movida, como después se me confirmó –solapadamente, es cierto– por uno de sus vicepresidentes en un almuerzo en La Albufera de Madrid, por las súplicas y rogativas del Innombrable, que no podía permitir que el equipo, en esas circunstancias, ascendiese a la división de oro del fútbol español. Durante el tiempo de esa vinculación con el primer club de la ciudad, conocí a Luis Oliver, cuyo arte y cuyos incumplimientos son de todos conocidos. Después, al inefable Gil Silgado, sobre cuya memoria habremos de correr un tupido y caritativo velo. Y después, como un oasis en el desierto, a Joaquín Morales.

La palabra seriedad no se conocía en el club desde los tiempos del nunca bien recordado Gutiérrez Murillo. Nadie, en esa tesitura –hablo del año 2004, con más de dos mil kilos de déficit– daba un duro por el club. Tuvo que ser Joaquín Morales quien, arriesgando su patrimonio, su tiempo y, posiblemente, su salud, reflotó al Xerez y lo llevó hasta el mar de serenidad que hoy se respira.

Hoy, sin embargo, incomprensiblemente, su figura vuelve a estar cuestionada. Desde el Edificio de Los Arcos se le lanzan puyas e invectivas, se le desdeña y se le menosprecia, se le incordia y se pone en tela de juicio su gestión. Se le quieren introducir quintas columnas. Y se habla de fundaciones paralelas, y se boicotean ciudades deportivas y, quiero no equivocarme, se torpedean proyectos inmobiliarios que caminen de su mano. A saber por qué razones, aunque a nadie con dos dedos de frente podrán escapársele: no ha pasado por el aro, no se ha sometido al poder bicéfalo –entiéndanme bien– y no ha querido ser un pelele en manos de quien siempre ha manejado los hilos en esta Muy Noble y Muy Leal Ciudad.

Desde estas líneas, desde la humildad de quien no es más que un aficionado que ha gozado y ha sufrido en los últimos años con las venturas y desventuras de este Xerez nuestro, sólo puedo pedirte, querido y admirado Joaquín, que sigas manteniendo la misma cordura y los mismos redaños. Y la misma filantropía, pues no haces si no jugarte tus cuartos por nuestras pasiones. Y de Rafaeles y Cayetanos –lebreles que ladran a las órdenes de su caporal– sólo pido, admirado amigo, que te libre Dios. Que a buen entendedor, pocas palabras bastan.