VOX y el voto católico

En España no existe el voto católico, solo católicos que votan

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A estas alturas de la democracia, mientras las placas tectónicas del mundo político se realinean por fases, lo que tenemos claro es que en España no existe el voto católico, solo católicos que votan. También sabemos que el poder político no es un desinfectante moral. Como suelen repetir los doctores de la Iglesia, no hay formación política que se identifique con la propuesta del Evangelio. Votar es un acto de responsabilidad cívica e implica una obligación moral. Los cristianos no podemos esfumarnos del espacio público y político, ni dormirnos en los laureles de la complacencia.

Si existen cristianos que votan a Podemos, algo bastante incomprensible por cierto, también se está produciendo un fenómeno de atracción hacia VOX, la nueva formación política bajo el signo de la sorpresa, y también de la sospecha. Un partido político que en ninguno de su textos fundacionales hace referencia al humanismo cristiano, o mantra similar, y que, sin embargo, promete actuar en los ámbitos que el cardenal Ratzinger denominaba «principios no negociables»: «El respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural; la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer; la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas». Aunque es cierto que el Papa Francisco ha añadido más principios que no parecen encajar con la citada propuesta política, incuso sobre las formas en las que se presenta.

La política real es contenido y contexto, oportunidad y meta. Hay otros criterios explícitos o implícitos que están en juego. Votar a VOX para dar una lección al Partido Popular por sus errores históricos, utilizar este voto para llevar a la formación de Pablo Casado a un supuesto lugar natural, o imaginar un escenario en que VOX se convierta en llave de gobierno, no son argumentos rectores de la relación entre el voto y la conciencia. Como dice Rod Dreher en «La opción benedictina», los creyentes no debemos pensar que la política puede solucionar los problemas culturales y religiosos. «Perder todo poder político –escribe-, incluso, puede salvar el alma de la Iglesia».

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