Las hojas muertas

Octavo reportaje de la serie que la periodista y escritora Mari Pau Domínguez publica cada domingo y en la que recrea historias en torno a la soledad basadas en episodios reales

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Mari Pau Domínguez

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Ya están aquí de nuevo. Seguro que ha sido el viento del norte, una vez más, el que los ha traído, porque cuanto más frío hace más recuerda los eternos momentos en los que una manta abrigaba sus cuerpos en el sofá mientras veían la televisión o leían alguna revista atrasada. No era necesario hacer nada especial. Bastaba con estar juntos.

Pero hace trece años que Margot lucha sola contra los recuerdos que la atrapan a su libre capricho sin tener en cuenta el daño que causan cada vez que el viento los trae. En el invierno se ceban con ella. Los días tristes y oscuros se llenan de imágenes de cuando su marido vivía y compartían paseos dominicales por los jardines del Campo del Moro, o de sus dos hijos, varones, pidiendo a gritos por las tardes la merienda, «qué tragones eran». Ahora es ella quien traga con su peor experiencia desde que abandonó Francia con 20 años para casarse con Manuel, catorce años mayor, e instalarse en Madrid, en el barrio de Lavapiés: la soledad.

Rercuerdos de vinilo

Margot tiene 66 años. Según la actual esperanza de vida, es una persona joven. Sin embargo, la falta de compañía, ya absoluta a base de haber ido encerrándose en sí misma al quedarse viuda, le echa años a su fisonomía.

Vive en un piso alto, un sexto, con una diminuta terraza en la que nada cabe, abarrotada de plantas que ocupan el estrecho paso. Son su mayor dedicación diaria. Las hojas secas caen, se recogen y vuelven a salir, marcando el discurrir de las estaciones. Las hojas muertas entran y salen por la ventana dejando a su paso lágrimas de soledad en el aire.

El vinilo sigue siendo el soporte de la banda sonora de su vida. El viejo tocadiscos aguanta la erosión del paso del tiempo, «tendré que comprarte uno nuevo, todavía los fabrican», le ofreció uno de sus hijos en la pasada Navidad, pero hasta hoy. Y a ella le da igual mientras suene… Sigue poniendo los discos de antaño, música francesa que corona las cimas de la nostalgia. Sous le ciel de Paris… el olor del humo nebuloso de un cigarrillo prendido en la voz, tan distinta a todas, de Yves Montand con un acordeón de fondo soltando notas musicales como gotas de agua que resbalaran sobre un paraguas bajo la lluvia. Pero es otra su canción favorita.

Les feuilles mortes sonaba en la sencilla brasserie de París en la que Manuel y Margot se vieron por primera vez, durante un viaje a París en el que ella acompañó a su madre en busca de material para la pequeña tienda que la familia regentaba en un pueblo a treinta kilómetros de la capital. Él era un emigrante español a punto de regresar a su tierra natal después de años de duro trabajo en una fábrica de repuestos de automóvil. «En aquel tiempo la vida era más bella. Y el sol, más ardiente». El retraso de su vuelta a casa mereció la pena. Flechazo, noviazgo de meses y boda, íntima y humilde. Estaban tan enamorados que poco más necesitaron para ser felices. «Es una canción que se nos parece, tú me amabas y yo te amaba. Y nosotros vivíamos juntos». Les feuilles mortes…

La vida en Madrid no fue fácil, menos aún para Margot, que tuvo que hacerse a las nuevas costumbres y, sobre todo, a un idioma desconocido. Consiguieron comprar un piso pequeño pero luminoso en Lavapiés, en el que tuvieron a sus hijos y en el que su marido falleció. Un reducido espacio para que la felicidad diera paso al aislamiento, al frío y al olvido.

Rodeada de ausencias

La sombra de todos los días ahora es siempre la misma. Montand la acompaña noche tras noche. Su voz la acaricia hasta coger el sueño, que le dura poco. Cuantos más años, menos horas se duerme. Se levanta temprano, cansada de dar vueltas en la cama desde el amanecer y de palpar el sitio vacío del lecho, que solía ocupar su marido. Mientras desayuna ve un poco la televisión, después opta por la radio mientras hace su cama y recoge la cocina. Si no tiene que salir a comprar, aburrida da una cabezada en el sofá al final de la mañana. Luego toca cocinar. Qué pereza le produce. Si no la vence entonces acude a alguno de los bares de su calle para tomar algo antes de que empiece la telenovela, su única compañía. Va saltando de una a otra con el mando, así sigue el hilo de todas. Historias que se entremezclan en su cabeza para abstraerla de la realidad.

Aunque nada consigue hacerla tan feliz como la voz grave de Montand cantando Las hojas muertas. Echa tanto de menos a Manuel… En más de treinta años de casados jamás se separaron. Las únicas horas que cumplían con la excepción eran las que él se pasaba trabajando. «Pero la vida separa a los que aman, muy suavemente, sin hacer ruido». Y acabó siendo la muerte la encargada de llevárselo a él y de dejarla a ella hundida en un mar de abandono. A sus hijos apenas los ve, tienen su vida, no quiere molestarlos.

Empieza a temer que la ausencia irreversible de Manuel vaya borrando de su mente el rastro de lo vivido. De su amor. «Y el mar borra sobre la arena los pasos de los amantes desunidos».

Nunca había pensado en la amenaza de la soledad. Creía que tras la muerte de Manuel tendría quien la consolara en su entorno. Sin embargo, sus escasos familiares, todos por parte de su marido aunque siempre los consideró como si fueran familia de sangre, también han ido falleciendo. Eran muy mayores. Pero lo peor es que a ello hay que sumar la falta de amigos muy queridos, a los que la enfermedad ha arrebatado de la vida dejando un reguero de dolor y desamparo. Hasta en el rellano de su escalera le persigue la Parca implacable. De cuatro, se ha llevado a dos. A su mejor amiga, a quien se encontró sin vida en el suelo del cuarto de baño, una imagen terrible. Y al vecino de al lado; el pobre murió solo y su cuerpo no fue hallado hasta semanas más tarde.

Desde su estrecha terraza ya no vería en compañía de nadie, los tejados de Madrid… las azoteas con blancas sábanas tendidas… el campanario de la iglesia del barrio… Ni oiría de lejos los gritos de los niños en el parque… Definitivamente, más que nunca y para siempre , le llega la condena de soportar los recuerdos que de manera impenitente «el viento del norte arrastra hacia la noche fría del olvido»…

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