El Uno de San Román: El barroco caracolero

Un bar de compadres, peña de tertulianos, ágora de filósofos taurinos y asociación de vecinos sin cuota mensual

Barra del Uno de San Román Felipe Guzmán

Félix Machuca

Los obituarios que no salen impresos lo lleva la gente en el alma para que le estallen en las manos como a los vasos que les da un aire. El respingo es de obligado cumplimiento. Y la lágrima ingobernable expresa el dolor por la pérdida. Hace dos meses cerró uno de esos lugares que es una cosa pero muchas más a su vez: el Uno de San Román. Un bar que, en los peroles de María, no solo adobaba el bacalao con tomate, las manitas de cerdo, las espinacas cuaresmales, los caracoles y las cabrillas de Lebrija o la sopa de tomate más excelsa para sosegar la «jamazón».

El Uno de San Román era bar de compadres, peña de tertulianos, ágora de filósofos taurinos, asociación de vecinos sin cuota mensual, cine de barrio para ver el fútbol de pago y logia de capillitas conspirando para clavar dos chicotás viperinas en la Carrera Oficial de la junta de hermandad reinante. Ese bar ha dejado de serlo, muerto por desgaste de materiales humanos desde que lo abrió Tito Paula en el 83 del pasado siglo. Ni Paula ni María estaban ya para las exigencias inmediatas y sin final de una barra donde los parroquianos llenaban el buche como si no hubiera un mañana.

Ni Tito Paula ni María, gitanos lebrijanos con blasón de flor de tagarninas, orla de remolachas y perolas de cobre, deseaban echar las cancelas del negocio. Pero la edad no perdona. Y hoy, el barroco caracolero de un bar que habría convertido en neoclásico al escenógrafo de Almodóvar, ha dejado de abrirle la boca a los que la descubrían. En el Uno de San Román se abría la «muy» por dos motivos: para mojar en el salserío gitano de los guisos celestiales de María y para abismarse en el asombro de una decoración tan leal al «horror vacui» que las paredes había que descubrirlas. Estaban forradas de recuerdos: carteles a la salud del Undivé de los calorros y a las angustias de la Batita Morena, los dueños de los corazones de San Román durante tantos años, como rememora Irene Gallardo con suspiro de canela y clavo. Fotos de Joselito El Gallo y Belmonte, carteles flamencos, sillas de distintos colores y formas, escudos de más allá de la palmera, azulejos de Mensaque y el cuadro grande, dimensión de su categoría, de Manolo Caracol, el único que entró en esa casa y salió vivo y sin guisar con una cerámica en la puerta para toda la vida.

Desde allí abajo, Caracol, como los hermanos Mairena desde el balcón de la actual pescadería de Juan, cantaron saetas que rajaron los cielos para que la mañana soleada del Viernes Santo fuera fiesta grande, con desparpajo de tumbagas y cadenas de oro al cuello, estrenos de ternos y colores sin luto, llevando al Manué muy cerca del corazón con redoble de bulerías en los pellejos de la raza.

Para muchos el Tito Paula era un hombre serio, uno de esos que nacen en una notaría o le ponen a su churumbel de nombre «todo por la Patria». Debajo de aquel aspecto grave, distanciado y severo respingaba la humanidad de un hombre al que le decían el Quitapenas, porque las quitó en el barrio (¿verdad Juan que esa pescadería está viva y coleando por la mano generosa de Paula?) y en Lebrija, donde a más de uno le regaló el búcaro del socorro para quitarle la sed angustiosa de la necesidad. En el Uno de San Román la buena disposición te servía el menudo o el anticipo, sin mirar si era tapa o ración.

Y como lo bueno llama a lo mejor, allí no faltaron a su cita ni Curro Romero, ni Ojeda, ni El Litri… Maestros en el albero y en la tertulia que, imagino, cuando veían el burladero de derrote, de maestrante procedencia, sobre el que lucía el capote del maestro mexicano Silveti hijo, pensarían que en ninguna plaza como la de San Román se disfrutaba de una faena con tanto paladar como para ganarte una cola de toro… ¿Un burladero de derrote, un capote y un par de banderillas en el bar? Ya dije más arriba que Tito Paula era la vanguardia y el escenográfo de Almodóvar, un rancio de libro. Ese capote se lo regaló Silveti al hijo de Manolo Almero, otro parroquiano que aún anda desconsolado tras el cerrojazo.

Se apagó la fragua de las cosas buenas y dejó de sonar sobre el yunque de una barra festiva el martillo de los vasos rebosantes de las salpiconas con cruces en el campo. La rubia se fue. Pero tras esas cancelas de farmacia de los ochenta, como voces para el misterio, resuenan las de Caracol y los Mairena, la de la Chacha Luisa. Y la de un barrio que hizo de este bar su sede más cabal para encumbrarlo en la fama de Sevilla como el barroco caracolero del Uno de San Román.

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