Crónica

Cabalgata de Reyes Magos 2019 de Sevilla: Los ojos del Rey Baltasar

A las cuatro y veinticinco, los tambores de la Virgen de los Reyes arrancaron el sonido que la ciudad esperaba

El Rey Baltasar lanza caramelos a la salida de la Cabalgata, que transcurrió con buen tiempo durante todo el trayecto por la ciudad JUAN FLORES

Francisco Robles

Claridad con fecha . No hay mejor verso para definir la mañana del 5 de enero. Cielo de Domingo de Ramos. Se caía el azul sobre los plátanos desnudos de San Lorenzo. Dentro, el Niño celebraba su fiesta con el anticipo del dolor. Alguien fue para pedirle por la madre de un amigo sin saber que otra madre caería en sus redes -túnica persa como una malla acogedora- este mismo día. Las madres nunca se van del todo. Nos dejan ese caramelo de la infancia que nos sirve para endulzar la tarde más hermosa del año.

A las cuatro y veinticinco, los tambores de Virgen de los Reyes -otra vez la madre- arrancaban el sonido que la ciudad esperaba. Tambores cercanos. La Estrella de la Ilusión no iba en una carroza, sino en una montaña de nieve y de luz. El color inmaculado de la niñez se derramó en una lluvia de caramelos que nos transportó a esos años en los que la ilusión no había que fabricarla porque estaba recién nacida. Esa luz limpia, rotunda, apabullante y con un punto de frialdad -luz de Sevilla en toda su dimensión- era una caricia para el Rey Baltasar.

El cronista se propuso ver la cabalgata con los ojos de su Rey de toda la vida, de ese Rey Negro que cierra el cortejo y abre la noche oscura del alma que sigue habitando en el niño que llevamos dentro como una canina invertida. La cabalgata del Rey Baltasar fue un estallido de colores agudos como los gritos de los niños que le pedían caramelos al Rey Gaspar, o que se encomendaban a ese Melchor que tiene pinta de abuelo, y que tiraba caramelos de aceite como las tostadas o el hoyo que merendábamos en aquel tiempo que vuelve como agua de marea.

Para Baltasar, los colorines de las carrozas eran lo de menos. El dorado de Palas Atenea, la blancura celeste del viaje a la luna, el verde oliva de la carroza que conmemora el aniversario de esos ángeles de la guarda que forman la Guardia Civil… El camello veloz, la Cenicienta con su triste historia de ceniza y calabazas, el circo que nos reconcilia con el universo de la magia, el antiguo Egipto y la carroza de Lipasam que anunciaba la brigada ligera que cerró el cortejo limpiando las calles como si de una batalla contra los caramelos perdidos se tratase… Las portadas de ABC, que cumple 90 años, nos llevaron de la mano a las mañanas de paseo al kiosco del barrio, a la voz del padre que nos mandaba por el periódico, a las lecturas que nos fueron forjando sin que lo supiéramos.

Para Baltasar, todo se reducía a las voces infantiles que iban coreando su nombre. A la música de la banda que viene del Polígono Sur para hacer más ancho este cortejo que reúne a toda la ciudad a su alrededor. Y a la caricia de ese sol que se oscurecía en el betún de su rostro. Por eso el Rey de los niños podía verlo todo con una nitidez que está vedada para los que se quedan en las superficie banal del detalle. Y ese todo era el serpear de la masa que fluía bajo un sol de oro y lapislázuli. Ese todo es la medida sin medida de lo más preciado que guarda el niño en el cofre de su tiempo: la ilusión.

En la espalda de su carroza, ese lugar tan deseado por los jastiales del friísimo kofrade, el Ateneo le daba las gracias a la ciudad. Debería ser al revés. Porque la cabalgata es algo que se queda, como el título del libro que nos regaló su fundador, divagando por la ciudad de la gracia. Eso fue lo que vio Baltasar desde su atalaya luminosa. La gracia de una ciudad que se resiste a perderla, y que echa mano de lo mejor que tiene cuando llega la víspera de todas las vísperas. Sevilla echa mano de los niños que ocupan las primeras filas y rebuscan entre los caramelos para encontrar una chuchería, una bolsa de gusanitos que nada tienen que ver con Valdés Leal.

De la Estrella de la Ilusión, a la ilusión de Baltasar por romper el velo que separa al hombre del niño. Todo se veía de otra forma junto a la carroza que por primera vez en la historia ha ocupado Baltasar XI, el monarca que hace el número Once de su dinastía. Los niños le pedían que botara encima del trono. Porque los niños distinguen perfectamente lo inmanente de lo contingente, y saben que B altasar ve todo lo que han hecho durante el año . Y que por eso no les traerán ese carbón que la ciudad reserva para el Cisquero que nos calienta por dentro.

Pasó la cabalgata como pasa la vida, y el cronista aprendió una lección de anatomía que nunca olvidará. Para verla no hay que echar mano de la becqueriana pupila, sino de algo más profundo. Hay que dejarse llevar por el Rey Negro . Para ver la cabalgata de verdad hay que abrirse de par en par con el objetivo de que la luz de la tarde nos acaricie la retina del corazón.

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